martes, 7 de julio de 2009

BIBLOGRAFIA (3)
Tres consideraciones sobre el Cantar de Mio Cid
Prof. Vilma Haydée Arovich de Bogado

I. Algunas reflexiones sobre las teorías relativas a la génesis de la composición

Una abrumadora bibliografía aborda la problemática de la génesis del Cantar de Mio Cid: si se compuso en fecha temprana o tardía, si las fuentes utilizadas fueron orales o escritas, populares o cultas, si es producto de un autor o de varios. Esta problemática que aún no ha sido definitivamente resuelta ha desatado apasionadas polémicas.
Entre las diversas cuestiones enunciadas existe una estrecha conexión, y las propuestas para resolverlas conforman universos sistémicos, de modo que quienes se inclinan por una fecha temprana, generalmente postulan fuentes orales y pluralidad de autoría, en cambio, los que proponen una fecha tardía, señalan, a la vez, fuentes cultas y escritas y un único autor. También debemos tener en cuenta que están quienes adoptan posturas intermedias y tratan de conciliar ambas corrientes.
En los intentos por aportar una respuesta, se ha echado mano del único códice conservado, que pertenece al siglo XIV y actualmente se halla depositado en la Biblioteca Nacional de Madrid; también se ha recurrido a relatos cidianos como la Historia Roderici y a documentos que hacen referencia a la gesta de Rodrigo Díaz de Vivar, tal por ejemplo la Crónica de Veinte Reyes, la Primera Crónica General, la Crónica Particular de Cid, entre otros.
Podemos ver entonces que se utilizaron las mismas fuentes documentales y sin embargo, se realizaron diferentes lecturas e interpretaciones que en las propuestas de solución de los aspectos arriba expuestos determinaron en el siglo XX dos corrientes fundamentales en relación con los estudios épicos y cidianos: una, que se ha identificado a sí misma como neotradicionalista, fue iniciada por Ramón Menéndez Pidal quien la expuso entre 1910 y 1911, y tuvo mucha fuerza hasta los años setenta. La otra, denominada individualista, fue dada a conocer por Joseph Bédier entre 1908-1913 en relación con los orígenes de la épica francesa, ha adquirido renovada fuerza en los últimos años y está representada, entre otros, por Colin Smith e Irene Zaderenko.
Ambas teorías se expusieron a principios del siglo XX, cuando aún era muy marcada la consideración de raíz romántica, corriente en el siglo XIX, de que el fundamento de las nacionalidades debía buscarse en las grandes obras de la literatura (H.R. Jauss, 1976: 133; B. Sarlo, 1995: 115-116). Así lo expresaba Gaston Paris en su clase inaugural en el Collège de France el 8 de diciembre de 1870, cuando tropas alemanas cercaban París: “Tous ces traits, messieurs, concourent à donner à la Chanson de Roland son caractère grandiose, à en faire un monument incomparable, non seulement de notre poésie, mais de notre nationalité”(1913: 111).
Leemos conceptos similares en Ramón Menéndez Pidal refiriéndose al Cantar de Mio Cid: “Así el primer monumento literario conservado en España ostenta, en su espíritu, estilo y ejecución, un fuerte sello de raza que de ningún modo perjudica a su interés más general...” (1959: 105). Las expresiones como “sello de raza” y “monumento” de la literatura española nos remiten a la ideología sustentada por Gaston Paris.
Creo advertir una interferencia de sentimientos patrióticos, similar a la que se desprende de los fragmentos transcriptos, tanto en la tesis individualista de Jodeph Bédier como en la neotradicionalista iniciada por el mismo Ramón Menéndez Pidal. En el primero de ellos, cuando se niega a aceptar los orígenes germánicos de la epopeya francesa porque sostiene que admitirlos equivaldría a entregar la Chanson de Roland a los germanos (comentado por Ramón Menéndez Pidal, 1959 b: 14-15). En el segundo, cuando afirma que los cantares de gesta, así como los romances y el teatro castellanos, son las formas del arte nacional y cree reconocer que hunden sus raíces en la historia y en los sentimientos del pueblo (1959a:p. 15), entendido este término, no peyorativamente sino como totalidad abarcadora de los diferentes individuos y de todas las clases sociales.
De modo que debemos considerar que estos sentimientos nacionalistas, aunque no siempre se hicieron explícitos, sesgaron a comienzos de siglo las teorías que se elaboraron con respecto a los orígenes de la épica.

Los individualistas, como Joseph Bédier, sostienen que los cantares de gesta nacen tardíamente y alejados de los hechos reales que los inspiraron. Les atribuyen fines propagandísticos, alentados por las iglesias y santuarios que supuestamente albergaban las reliquias de los héroes que los cantares ensalzaban para, de esta manera, atraer a los peregrinos. Asimismo, suponen que son producto de un único autor, que a lo sumo se inspiró en otros textos cultos que la escritura conservó para nosotros, porque consideran que una obra poética no se puede explicar mediante la intervención colectiva de fuerzas inconscientes y anónimas sino sólo a partir de un individuo, el artista, y de su voluntad creadora.
La tradición de la cual habla la teoría liderada por Ramón Menéndez Pidal, sostiene que los cantares de gesta se componen en fecha muy cercana a los hechos que les han dado origen, situación ésta que determina su realismo. Supone, además, que entre estos acontecimientos y los manuscritos muy posteriores que se han conservado debieron existir numerosas creaciones y re-creaciones en las cuales participaron diferentes individuos con voluntad de anonimia, que se han perdido al quedar estas realizaciones sólo en la oralidad (1959 b:54-56 y 428-429). Este concepto es el que fundamenta la idea del estado latente tanto de la épica como de la lírica.
Es por esta razón que podemos afirmar que mientras los individualistas se aferran sólo a los textos conservados y consideran a éstos como unidades autónomas, producto sólo del artista y de la voluntad utilitaria de las iglesias y monasterios, el método neotradicionalista intenta superar este afán de identificar lo real con los datos, que es uno de los más graves errores del positivismo (Julián Marías, 1971: 188-189) al tratar de reconstruir una realidad que debió existir pero que no ha llegado hasta nosotros.
Actualmente, los representantes del individualismo se lamentan de que las hipótesis pidalinas hubieran condicionado los estudios épicos medievales por muchas décadas (Irene Zaderenko, 1998: 30). Pero ocurre que, oportunamente, también Ramón Menéndez Pidal comentaba cuán difícil resultaba la lucha de los tradicionalistas para hacer escuchar sus propuestas que eran desestimadas en virtud del auge del individualismo bedieriano (1959 b: 429).
Tales manifestaciones nos hacen pensar en la puja de posturas extremas, antagónicas e irreconciliables a pesar de que sus representantes, muchas veces admitieron las razones de sus opositores y modificaron, parcialmente, sus perspectivas. El ejemplo más notorio es el de Ramón Menéndez Pidal, quien nunca puso en duda la unidad de autoría, pero en 1963 admitió la intervención de dos autores en el Cantar de Mio Cid, según Irene Zaderenko como una alternativa válida para solucionar la dicotomía ficción-historia en la composición (1998: 56). Sin embargo, al establecer la teoría de los dos autores, estaba aceptando hipótesis que ya habían sido formuladas en 1887 por Antonio Restori y en 1929 por E.C.Hills, pero que él había desechado.

En cuanto a la unidad de autor y de composición, si bien la teoría pidalina supone tardíamente un segundo autor, éste es visto como un re-creador que refunde o reelabora, en una fecha posterior, toda la composición, aun cuando en algunos pasajes esta re-creación sea más notoria que en otros. Se esmera por demostrar que el refundidor, más alejado de los hechos que inspiraron la composición, puede dar rienda suelta a su imaginación e introducir la ficción. A esta hipótesis pidalina, Erich Von Richthofen (1970: 145-146) la califica como “horizontal” y la contrapone con la suya propia a la cual denomina “vertical” por cuanto tomando como puntos de referencia el incipit y el explicit que aparecen sólo en el Cantar II, supone que este cantar tiene una cierta autonomía y que es previo a los otros dos; por lo tanto postula que sucesivamente, en reelaboraciones posteriores, se formaron los cantares I y III, en ese orden.
En efecto, es el Cantar II el único que introduce una fórmula de iniciación:

“Aquí-s´conpieça la gesta de mio Cid el de Bivar”
(v.1085, transcribo según la edición de Alberto Montaner*)

y otra de cierre: “iLas coplas d´este cantar aquí-s´van acabando,
el Criador vos vala con todos los sos santos!”
(v. 2276 s. según la misma edición)
* Véanse más adelante las observaciones sobre la edición de Alberto Montaner.
Si bien las fórmulas transcriptas han dado lugar a diversas hipótesis, sólo voy a referirme a ellas en tanto se relacionan con la construcción y la autoría del poema.
En este sentido nos interesa la propuesta de Erich Von Richthofen de una construcción vertical del poema, en etapas sucesivas, a cargo de diferentes autores, porque es retomada y reforzada por Irene Zaderenko (1998) quien sostiene que el Cantar II, primero en la elaboración del Poema de Mio Cid, no sólo es autónomo y previo a los restantes sino que
además fue construido por un primer autor culto que se documentó en fuentes escritas latinas como la Historia Roderici y la Ilias, en diplomas de la época y en la épica francesa.
Nótese, además la significativa diferencia de denominación del texto: Poema de Mio Cid, según Colin Smith, Ian Michael, Irene Zaderenko, esto es los representantes del neoindividualismo; Cantar de Mio Cid, para quienes se inclinan por las teorías neotradicionalistas. Según Irene Zaderenko (1998: 57-58), Ramón Menéndez Pidal en sus últimos estudios, utiliza los términos poema ( por ejemplo En torno al Poema del Cid, 1963) y poeta, en vez de cantar y juglar, y ella interpreta esta actitud como evidencia de un acercamiento a las hipótesis planteadas por los neoindividualistas; sin embargo, es necesario advertir que en el mismo libro al cual se refiere la investigadora, el artículo en el que específicamente se revisa la cuestión de la autoría lleva como título “Dos poetas en el Cantar de Mio Cid”, o sea que en la misma frase conviven ambos términos “poeta” y “cantar”.

En relación con el carácter oral o escrito de la composición, a partir de los años cincuenta, la teoría neotradicionalista es retomada, recreada y superada por los oralistas. En un principio, fueron los trabajos de Albert B. Lord los que establecieron comparaciones entre el arte de los poetas orales medievales y el de los poetas, también orales, yugoslavos contemporáneos (comentado por Edmund de Chasca, 1967: 22-23). Más tarde, las investigaciones de Paul Zumthor (1987: 231), quien supone que la diferencia fundamental entre la poesía del siglo XII y la literatura del siglo XIX no reside en la mera oposición oralidad / escritura, sino que está determinada por el objetivo performancial de la primera que, aun cuando hubiera sido compuesta en forma escrita era transmitida y recibida en forma oral (recitada, cantada o leída) y esta forma de transmisión imponía estrategias expresivas propias de las culturas de oralidad primaria que no se agotan en el mero estilo formulario y que nos obligan a considerar a las fórmulas como un recurso que va más allá que un frío procedimiento mecánico.

Esta abreviada síntesis nos permite advertir que a lo largo de todo el siglo XX, desde los trabajos pidalinos de la primera década hasta las conclusiones de Irene Zaderenko, de finales de los noventa, se han multiplicado distintas propuestas en relación con la génesis del Cantar de Mio Cid, cuestión sobre la cual, hasta la fecha, aún no se ha dado una palabra definitiva. De todos modos, el panorama crítico sobre este tema me permite exponer las dos reflexiones siguientes:
1) Cada una de las propuestas a las cuales estoy aludiendo son un ejemplo de tratamiento científico de la literatura, capaz de trascender el mero estadio de goce estético del texto, y constituyen un modelo de utilización de los métodos filológico y heurístico.
2) Son un ejemplo, además, de que si bien los investigadores han manejado las mismas fuentes documentales, los diferentes contextos axiológicos y los diversos paradigmas desde los cuales elaboraron sus hipótesis, han determinado que adoptaran posturas opuestas. Es por ello que hoy se nos ofrece un nutrido abanico de soluciones coherentes y sólidamente fundamentadas con respecto a los aspectos que hemos expuesto, las cuales nos ponen a nosotros, los receptores de dichas soluciones, en el serio compromiso de conocer todas las propuestas que se han elaborado y de optar, si fuera posible, por aquélla que mejor se adecue a nuestra concepción de la creación literaria en un período como la Edad Media, cuyas voces hemos perdido definitivamente.







II. La cultura del símbolo en el Cantar de Mio Cid.

El carácter más típico de la Edad Media, tanto a nivel de procesos mentales como de sensibilidad estética es, para Umberto Eco, la visión simbólico-alegórica del universo (1997: 68): “El hombre medieval vivía efectivamente en un mundo poblado de significados, remisiones, sobresentidos, manifestaciones de Dios en las cosas, en una naturaleza que hablaba sin cesar un lenguaje heráldico, en la que un león no era sólo un león, una nuez no era sólo una nuez, un hipogrifo era tan real como un león porque al igual que éste era signo, existencialmente prescindible, de una verdad superior”(Ibid.: 69).
A lo largo del siglo XX, las teorías que se refieren al carácter simbólico de la cultura, pueden ayudarnos a enriquecer nuestra interpretación del Cantar de Mio Cid como producto de su época. Podemos apoyarnos en las concepciones de símbolo provenientes tanto de la pragmática peirceana como de la semiótica y de las que intentan sustentar los caracteres estilísticos en sistemas cosmovisionarios epocales.

Dentro de la cadena infinita de signos de la que habla Charles S. Peirce, el símbolo constituye una tríada sígnica junto con el ícono y el índice (1976: 45- 62).
El símbolo no representa ante nuestros ojos un objeto real sino que remite a él en virtud de un mecanismo de nuestra mente y a partir de legitimaciones grupales y epocales; por esta razón podemos interpretar que es del orden de la terceridad. Asimismo, el símbolo genuino remite a significados generales.
Cuando, desde los estudios semióticos, Julia Kristeva, al hablar del texto se refiere a la alta Edad Media como la cultura del símbolo (1981: 1, 151-155), sostiene que el símbolo no se parece al objeto que simboliza, no tiene conexión representativa alguna con él, sin embargo se vincula unívocamente con la trascendencia a la cual remite. Es esa univocidad la que lo diferencia del signo.
El símbolo posee una dimensión vertical y una dimensión horizontal. En su dimensión vertical, simpre remite a universales dentro de los cuales opera con un mecanismo de restricción. En su dimensión horizontal es antiparadójico, o sea que se mueve entre unidades opuestas que se excluyen mutuamente, por ejemplo el bien y el mal, la virtud y el pecado, el heroísmo y la cobardía.
Esta disyunción excluyente es la que desarticula la tensión entre opuestos, que encontramos en la que Julia Kristeva llama la cultura del signo. En cuanto al trazado de personajes es la que obstaculiza el engendramiento de caracteres y psicologías y provoca cambios bruscos en el comportamiento del héroe que siempre es totalmente bueno o totalmente malo (Ibid: 167).
Julia Kristeva caracteriza a la epopeya europea por su organización sobre la función simbólica que remite a conceptos universales y por su estructuración a partir de un discurso unívoco.
Desde una perspectiva que había partido de la estilística pero que busca una explicación sistémica de las manifestaciones estéticas en los fundamentos cosmovisionarios de las diferentes épocas de la evolución de la humanidad, Carlos Bousoño (1981: I, 215-227) describe la naturaleza y las propiedades de los símbolos y dice de ellos que son preconscientes, o sea que no se desarrollan en la esfera de la conciencia y por este motivo no dan lugar al disentimiento o al escepticismo. Entre simbolizante y simbolizado se plantea una transitividad emotiva que aunque se sirva de una ecuación de varios miembros intermedios, establece una identidad inesencial, no cuestionable, seria (esto es, no lúdica), y totalitaria entre el primero y el último miembros de esa ecuación. Como consecuencia de tal identidad, se produce también una inadecuación tanto emotiva como lógica entre ellos.
A pesar de que proceden de varias corrientes, estas concepciones pueden compatibilizarse e integrarse al momento de interpretar el producto artístico.
Lo que nos queda claro es que en la Alta Edad Media, el cantar de gesta y por lo tanto el Cantar de Mio Cid son producto de una cosmovisión simbólica, así lo afirman tanto Julia Kristeva como Carlos Bousoño.
Esta condición simbólica se manifiesta, en primer lugar, en el carácter unívoco y monológico del discurso. El receptor en ningún momento pone en duda las intenciones del narrador o de cada uno de los personajes: En el camino de Vivar a Burgos, el Cid interpreta como un buen presagio para el itinerario del destierro que se apresta a emprender, las apariciones de la corneja, primero a la izquierda, y luego a la derecha, y ese elemento de la naturaleza habla tanto al protagonista, como a los otros personajes y a los receptores del poema, en ese único sentido:

A la exida de Bivar ovieron la corneja diestra
e entrando a Burgos oviéronla siniestra.
Meció mio Cid los ombros e engrameó la tiesta:
-¡Albricia, Álbar Fáñez, ca echados somos de tierra!-
(T.2, v. 11 ss, edición de Alberto Montaner)

A pesar de que no restituyamos el verso 14b, “mas a grand ondra tornaremos a Castiella”, como lo hace Ramón Menéndez Pidal en su edición crítica, podemos comprender que el personaje ha dado una interpretación positiva del augurio.
Aun cuando se trama un engaño, como en el caso de las arcas de arena (T. 6 a 11), o cuando el personaje trata de esconder sus intenciones, como en el pedido matrimonio con las hijas del Cid que formulan los infantes de Carrión (T. 82 y siguientes), aunque el destinatario de la acción permanezca en el engaño, no se crean situaciones ambiguas que puedan prestarse a más de una interpretación.
Si buscáramos un ejemplo que nos sirviera para contraponerlo a éste, a efectos puramente didácticos, nos encontraríamos unos siglos más tarde, en el XIV, con el Libro de Buen Amor, elaborado precisamente sobre el eje de la ambigüedad y de la tensión entre contrarios. Este eje se manifiesta al comienzo de la obra, en la disputa que tuvieron los griegos y los romanos (c. 44 -70), para indicarnos que será el requisito que habrá de tenerse en cuenta para interpretarla. El pasaje, si bien no utiliza la terminología saussuriana deja establecida precisamente la arbitrariedad del signo, con su dualidad significante/ significado, la apertura de significación de acuerdo con la capacidad y disponibilidad de cada receptor, y la existencia de diversos niveles de comprensión de un texto. A partir de la estrofa 64, el narrador acumula diversas explicaciones sobre cómo ha de interpretarse su libro:

64. Por eso la pastraña diz, de la vieja ardida:
“non ha mala palabra si no es a mal tenida”;
.....
68. Las del buen amor son razones encobiertas:
trabaja dó fallares las sus señales ciertas;
........
69. do cuidares que miente dize mayor verdat,
en las coplas pintadas yaze la fealdat;
.....
70. De todos los estrumentes yo, libro, só pariente:
bien o mal, qual puntares, tal diré ciertamente;
quál tú dezir quesieres, ý faz punto, ý tente;
si puntarme sopieres siempre me abrás en miente.
(edición de Joan Corominas, ps.97-99)

Se compara al libro con un instrumento musical del cual, a pesar de ser el mismo instrumento, se podrá extraer una buena o mala melodía, según las cualidades del intérprete. Éste es precisamente uno de los aspectos que destacan el período que Julia Kristeva señala como dominado por la cultura del signo (Ibid.: 153-155).

En cuanto a los caracteres del símbolo, los autores citados coinciden en señalar dos condiciones: por un lado, que remite a una realidad trascendente con la cual no necesariamente mantiene una conexión perceptible, y por este motivo, al entrar en contacto con ella se establece una inadecuación tanto lógica como emotiva, lo que Umberto Eco explica como salto brusco del significado a la finalidad (Ibid.: 71). Tal identificación e inadecuación debe trascender la órbita individual y debe ser percibida por el grupo que produce y consume el objeto de uso colectivo, en el caso que estamos analizando, el cantar de gesta, para que podamos hablar de acuerdos o consensos que cobren sentido en el contexto cosmovisionario.
Por otra parte, rescatamos el carácter antiparadójico del símbolo que si bien admite los opuestos, sólo los considera excluyéndose mutuamente en su condición de absolutos, o sea que no concibe estadios intermedios o medias tintas que participen de ambos extremos.
Cuando al comienzo del Cantar, el Cid se aleja de sus tierras de Vivar, observa puertas abiertas, sin candado y perchas vacías, sin las ropas y los animales de caza que habitualmente estaban allí. Esto le produce un fuerte llanto, suspiros y gran preocupación:

De los sos ojos tan fuertemientre llorando
tornava la cabeça y estávalos catando.
Vio puertas abiertas e uços sin cañados,
alcándaras vazías, sin pielles e sin mantos,
e sin falcones e sin adtores mudados.
Sospiró mio Cid, ca mucho avié grandes cuidados,
fabló mio Cid bien e tan mesurado
-¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto!
¡Esto me an buelto mios enemigos malos!-
(T. 1, vs. 1-9)

Si bien las exteriorizaciones afectivas del protagonista, el llanto y los suspiros, parecen desproporcionadas ante los objetos que se describen, tales puertas, perchas y candados son más que meros objetos cotidianos porque remiten al concepto trascendente del destierro con todas las implicancias que este castigo tenía para el hombre medieval. Dicho de otra manera, las abstracciones del destierro y de la desolación se reifican en las cosas cotidianas adquiriendo una identidad esencial, total y no cuestionable. Los conceptos abstractos, a través de los objetos, arrancan del personajes llantos y suspiros que también conmueven al receptor del poema.

Para ilustrar con más detenimiento el carácter simbólico del texto del cual nos estamos ocupando, quisiera referirme a la barba. He elegido este detalle físico porque aparece en forma recurrente desde las instancias de la acción previas a la iniciación del discurso, cuando el Cid humilla a García Ordóñez, conde de Cabra, como lo refiere en el episodio de las Cortes (T. 140, vs. 3284-3290), hasta la escena final en Valencia, cuando Rodrigo Díaz se toma las barbas en el momento de agradecer a Dios que sus hijas han sido vengadas.
Es necesario referir que en el contexto sociocultural de la Edad Media tanto los cabellos de hombres y mujeres como la barba masculina, son a más de un elemento embellecedor que se lleva de acuerdo con las pautas de la moda, una exteriorización visible que codifica los estados del espíritu y la condición de las personas: espiritualidad, entrega, renunciamiento; virginidad en las mujeres, fuerza física en los hombres (Guglielmi, 1981).
Tal vez esta atención a los cabellos tenga raíces germánicas, ya que según comenta Ramón Menéndez Pidal (1969: 19), en el siglo VI el historiador Jordanes refiere que los godos en sus cantos designan a los civiles de cabellos intonsos como “capillatos” o “cabelludos” lo cual es recibido por éstos con agrado, o sea que se interpreta como un elogio.
Desde la antigüedad clásica, las situaciones luctuosas, se manifestaban, entre otras actitudes, arrancando cabellos y barba. Esta costumbre se filtra en la tradición literaria y la registramos en los versos del romance bíblico, muy difundido entre los sefarditas de la cuenca oriental del Mediterráneo, en el cual David llora la muerte de su hijo Absalón:

Echó mano a la su barba,
pelo sano no dejó,
que le mataron a su hijo
a su hijo Absalón.
(En Arovich de Bogado 198: 78)

Mesar la barba a un caballero se consideraba una afrenta que debía ser reparada con las armas porque de lo contrario el agredido quedaba infamado. Correlativamente, ostentar una barba cuidada y abundante era expresión de que quien la llevaba nunca había sido ultrajado, por lo tanto manifestaba su virilidad y su honor.

Situaciones relacionadas a la barba masculina están presentes en el Cantar de Mio Cid, por ejemplo, Rodrigo Díaz hace votos de no recortársela hasta no recuperar el favor real:

Por amor del rey Alfonso, que de tierra me á echado,
nin entrarié en ella tigera ni un pelo non avrié tajado,
e que fablassen d´esto moros e cristianos.
(T. 76, v. 1240-1242)

Aunque esta promesa se realiza cuando está muy avanzado el relato y el protagonista ya lleva un largo recorrido como desterrado, supone Alberto Montaner (1993: 178, nota 1239) que la acción de no cortarse de la barba comenzó mucho antes, con el destierro mismo, y más que como expresión de dolor o duelo, como manifestación de despecho ante el castigo real que consideraba injusto.
Más adelante, en otro juramento, el Cid se enorgullece de que su barba nunca ha sido humillada:

¡Par aquesta barba que nadi non messó
non la lograrán ifantes de Carrión,
que a mis fijas bien las casaré yo!
(T. 131, v. 2832 –2834)

Reitera esta condición de su barba intonsa en el episodio de las cortes en el cual también comenta los cuidados que le prodiga y la contrapone a la barba de García Ordóñez que fue mesada por todos:

-¡Grado a Dios, que cielo e tierra manda!
Por esso es luenga, que a delicio fue criada.
¿Qué avedes vós, conde, por retraer la mi barba?
ca de cuando nasco a delicio fue criada
ca non me priso a ella fijo de mujer nada
nimbla messó fijo de moro nin de cristiana,
commo yo a vós, conde, en el castiello de Cabra,
cuando pris a Cabra e a vós por la barba.
(T. 140, v. 3281 ss.)

Podemos considerar la barba como símbolo que remite verticalmente a la virilidad y a la honra, y sirve como elemento que diferencia al héroe del antihéroe: el primero se caracteriza por una barba “vellida” (v. 274), “luenga” (v. 3095), no mesada (v. 2832); el segundo, se identifica con una barba de la que cada quien tomó su parte (v. 3289) y que no logra crecer en forma pareja por lo cual la humillación resulta visible a los ojos de todos (v. 3290).
Esta puesta en relación de un simbolizante concreto (barba) con lo simbolizado abstracto y trascendente (virilidad y honra), no se apoya en mecanismos de semejanza sino que requiere acuerdos colectivos legitimados, para este caso, en la Europa medieval, pero que pierden vigencia fuera de ese ámbito. Es por esta razón que coincidimos con Charles S. Peirce cuando señala que el símbolo pertenece al orden de la ley o de la terceridad.
Tales acuerdos no se explicitan en el plano consciente a la hora de evocar las asociaciones trascendentes sino que se producen, según vimos que explicaba Carlos Bousoño, en el nivel de la preconciencia en el cual predomina lo intuitivo y emotivo. De modo que al ponerse en contacto los dos términos de la ecuación barba/ honra, se abrevia la serie de instancias que nos llevarían de un polo a otro de la ecuación y se produce lo que Umberto Eco había designado como salto brusco (1997: 71), y Carlos Bousoño, inconexión lógica e inadecuación emotiva (1981: I, 218-227), las que, sin embrago, no son cuestionadas.
La barba como símbolo del honor debe entenderse de una manera totalitaria, porque la barba, para el caballero medieval, “es “ el honor, poseer lo uno es tener también lo otro. La barba de Rodrigo Díaz va creciendo a medida que crece su honra. No resulta ocioso, además, que en cada juramento o agradecimiento a Dios que el protagonista realiza, al pronunciarlos se tome de la barba e invoque su condición de intonsa:

Alçó la mano, a la barba se tomó
-¡Grado a Christus, que del mundo es señor,
cuando veo lo que avía sabor,
que lidiaran comigo en campo mios yernos amos a dos!
(T. 120, v. 2476 ss)

alçava la mano, a la barba se tomó:
-Par aquesta barba que nadi non messó,
assí s´irán vengando don Elvira e doña Sol.
(T. 137, v. 3185 ss)

El honor/ honra aparece en todos los aspectos de la vida del héroe, tanto en las relaciones de vasallaje que mantiene con el rey, con los otros nobles y con sus subalternos, como en las relaciones familiares, con su mujer e hijas. Cuando eventualmente alguna circunstancia cotidiana pone a prueba ese honor, la acción del héroe indudablemente lo ratificará y se volverá a su restauración en un orden aún más firme que el preexistente, porque el héroe no puede sino ser honrado.
El honor es un universal que se reifica en el héroe y en él convive con otras excelencias antiparadójicas, de modo que se engendra un arquetipo que es compendio de atributos tanto físicos como espirituales: belleza, honor, virilidad, valentía, fidelidad, mesura, los que, automáticamente, excluyen a sus opuestos. Esta caracterización sirve no sólo para el protagonista del Cantar de Mio Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, sino también para todos los caballeros que lo acompañan quienes participan de las mismas excelencias, sólo que en menor plenitud (Carlos Bousoño, 1981: II, 389).
El concepto universal de la honra se corporiza en la criatura física del héroe, y en ella, a la vez se materializa en una parte del cuerpo que es la barba; ésta a su vez remite vertical y unidireccionalmente a la honra . Ambos términos se identifican.
En el Cantar de Mio Cid, que es un poema de la honra según palabras de Pedro Salinas (1958), de todas las excelencias que caracterizan al héroe, se ha seleccionado una, que es, precisamente, la honra, y por lo tanto, se recurre a la barba para designarlo; esto explica la recurrencia del epíteto metafórico:

“¡Dios, cómmo es alegre la barba vellida...!”
(T. 51, v. 930)

La sinécdoque del ejemplo sintetiza el razonamiento: “Si los héroes tienen honor incólume ostentan una hermosa barba; el Cid es un héroe con valor incólume, por lo tanto Cid = barba vellida”.

Pero ocurre que tanto el epíteto formulístico como las referencias a la barba no ocurren indiscriminadamente a lo largo del texto sino específicamente en aquellas instancias en las que resulta significativo resaltar la honra del protagonista. Así, por ejemplo, es luego de la toma y defensa de Valencia, episodio culminante en el engrandecimiento del héroe, cuando más se menciona al Cid barbado:

Arrancólos mio Cid el de la luenga barba,
Fata dentro en Xátiva duró el arrancada.
(t. 75, v. 1226 s)

Es en las vistas junto al río Tajo y en las Cortes, los episodios en los que el Cid recupera formalmente su honra, cuando más se admira la barba que le ha crecido tanto:

Non se puede fartar d´él, tanto l´querié de coraçón,
Catándol´sedié la barba que tan aína l´creció;
Maravíllanse de mio Cid cuantos que ý son.
(T. 104, v. 2058 ss.)

Catando están a mio Cid cuantos ha en la cort,
A la barba que avié luenga e presa con el cordón;
(T. 137, v. 3123 s)

Para concluir, querría manifestar que el carácter simbólico del texto medieval confirma la premisa de que la interpretación del texto artístico debe considerar a éste como producto de la cosmovisión que lo ha generado, y esta exigencia constituye un verdadero desafío.




III. La edición del Cantar de Mio Cid a cargo de Alberto Montaner

El siguiente comentario intenta fundamentar por qué he apoyado la ejemplificación de los artículos precedentes en la edición del Cantar de Mio Cid realizada por Alberto Montaner, prefiriendo ésta a la de Ramón Menéndez Pidal, legitimada por la crítica. En primer lugar me referiré a algunos aspectos descriptivos del texto editado y a continuación expondré dos cuestiones en las que intento justificar la elección de esta edición.
El Cantar de Mio Cid editado, anotado y prologado por Alberto Montaner constituye el primer volumen de la Biblioteca Clásica en la Editorial Crítica, de Barcelona, y está dedicado a la memoria de Ramón Menéndez Pidal. En 1993 se realizaron dos ediciones, de las cuales nosotros manejamos la segunda edición, corregida.
El texto va acompañado de una videocinta. Un estudio preliminar de Alberto Rico precede al Prólogo. Se incorporan cuatro láminas a cargo de Susana Campillo y mapas de la Ruta del Destierro y de la Ruta de Corpes.
Alberto Montaner ha trabajado con los métodos de la crítica textual y para mejorar la lectura del texto conservado ha utilizado las siguientes fuentes: 1) las ediciones paleográficas realizadas por Ramón Menéndez Pidal, en 1911, y por José Manuel Ruiz Asencio, en 1982; 2) el facsímil en tretracromía realizado por el Ayuntamiento de Burgos en 1988 y el facsímil en blanco y negro editado por Hauser y Menet en 1946 y reimpreso por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas en 1961. Las ediciones facsímiles, cuya utilización es cuestionada por los medievalistas, le resultaron de gran utilidad dado que el códice conservado, actualmente se halla muy deteriorado a raíz de los reactivos que sucesivamente se le han aplicado para poder leerlo con mayor claridad. 3) ha recurrido al manuscrito actualmente conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, para dilucidar los pasajes más dudosos y los ha examinado con la última tecnología disponible: luz ultravioleta, cámara de reflectografía infrarroja y video microscópico de superficie. De esta manera ha podido, en algunos casos corroborar las lecturas realizadas por Menéndez Pidal, y en otros, corregirlas.
Como afirma el autor en el Prólogo (p. 85), el Cantar se presenta en una transcripción regularizada y crítica. Regularizada, porque se unifica la ortografía conforme al sistema fonológico del castellano medieval al que se representa según la manera difundida en el siglo XIII, conocida como alfonsí. Crítica, porque pretende ofrecer una versión mejorada del único manuscrito conservado, corrigiendo algunos errores del amanuense y desechando las intervenciones secundarias plasmadas en el códice por lectores que lo tuvieron en sus manos en el período comprendido entre los siglos XIV y XVI.
En este sentido y como primera justificación encontramos una básica y fundamental diferencia con la edición crítica realizada por Ramón Menéndez Pidal , y es que éste ha intentado no sólo corregir los errores del copista sino que ha avanzado aún más y ha tratado de reconstruir versos o pasajes que no están en el códice y que considera “olvidos” del copista, pero que supone debieron existir en otra versión anterior. Pongamos por ejemplo el verso 14b “Mas a grand ondra tornaremos a Castiella”, que no aparece en el manuscrito y es sólo una reconstrucción pidalina inspirada en las Crónicas. Ya en la Introducción de su edición de 1984 (ps. 59-60), Ian Michael objeta este método de Ramón Menéndez Pidal, pero sería interesante traer a colación en este punto el cuestionamiento que realiza Margit Frenk (Los espacios de la voz) al escritocentrismo tradicional y que pone en tela de juicio los métodos de la filología clásica ya que éstos pretenden reconstruir “un texto” anterior, primero o primitivo como si fuera superior al conservado, y en este intento pierden de vista que los manuscritos que nos ha legado la Edad Media corresponden sólo a una realización más, efímera como cada actualización en una cultura en la que predominaba esencialmente la voz. Esta observación realizada por Margit Frenk, aplicada a la edición crítica del Cantar de Mio Cid realizada por Ramón Menéndez Pidal, pone al descubierto una contradicción en el núcleo mismo de la teoría neotradicionalista.
El otro aspecto en el que apoyo la justificación, y también me parece importante es que Alberto Montaner opta por titular a la composición como Cantar de Mio Cid; tanto en esta mera denominación como en las consideraciones que realiza en el Prólogo (ps. 27-30), advertimos que considera al texto como producto de una cultura esencialmente oral y este aspecto es fundamental en el desafío que implica el acercamiento a la obra medieval.


Bibliografía citada


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