BIBLIOGRAFÍA (1)
El Cantar de mío Cid
El Cantar de mío Cid
Autor: Dr. Alberto Montaner Frutos
UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA
en: http://www.caminodelcid.org/Camino_Aspectosliterarios.aspx
El Cantar de mío CidEl mayor de los cantares de gesta españoles de la Edad Media y una de las obras clásicas de la literatura europea es el que por antonomasia lleva el nombre del héroe: el Mio Cid. Compuesto a finales del siglo XII o en los primeros años del siglo XIII, estaba ya acabado en 1207, cuando cierto Per Abbat (o Pedro Abad) se ocupó de copiarlo en un manuscrito del que, a su vez, es copia el único que hoy se conserva (falto de la hoja inicial y de dos interiores), realizado en el siglo XIV y custodiado en la Biblioteca Nacional de Madrid. La datación del poema allí recogido viene apoyada por una serie de indicios de cultura material, de organización institucional y de motivaciones ideológicas. Más dudas plantea su lugar de composición, que sería Burgos según unos críticos y la zona de Medinaceli (en la actual provincia de Soria), según otros. La cercanía del Cantar a las costumbres y aspiraciones de los habitantes de la zona fronteriza entre Castilla y Alandalús favorece la segunda posibilidad.
El Cantar de mio Cid, como ya hemos avanzado, se basa libremente en la parte final de la vida de Rodrigo Díaz de Vivar, desde que inicia el primer destierro en 1081 hasta su muerte en 1099. Aunque el trasfondo biográfico es bastante claro, la adaptación literaria de los sucesos es frecuente y de considerable envergadura, a fin de ofrecer una visión coherente de la trayectoria del personaje, que actúa desde el principio de un modo que el Campeador histórico sólo adoptaría a partir de 1087 y, sobre todo, del segundo destierro en 1088. Por otra parte, el Cantar desarrolla tras la conquista de Valencia toda una trama en torno a los desdichados matrimonios de las hijas del Cid con los infantes de Carrión que carece de fundamente histórico. Así pues, pese a la innegable cercanía del Cantar a la vida real de Rodrigo Díaz (mucho mayor que en otros poemas épicos, incluso sobre el mismo héroe), ha de tenerse en cuenta que se trata de una obra literaria y no de un documento histórico, y como tal ha de leerse. En cuanto a las posibles fuentes de información sobre su héroe, el autor del Cantar se basó seguramente en la historia oral y también parece bastante probable que conociese la ya citada Historia Roderici. No hay pruebas seguras sobre la posible existencia de cantares de gesta previos sobre el Cid que hubiesen podido inspirar al poeta, aunque parece claro que tuvo como modelos literarios, ya que no históricos, otros poemas épicos, tanto castellanos como extranjeros, recibiendo en particular el influjo del célebre Cantar de Roldán francés, muy difundido en la época. Por ello, la constitución interna del Cantar de mio Cid es la típica de los cantares de gesta.
Un rasgo esencial es su empleo de versos anisosilábicos o de medida variable, divididos en dos hemistiquios, cada uno de los cuales oscila entre cuatro y once sílabas. Los versos se unen en series o tiradas que comparten la misma rima asonante y suelen tener cierta unidad temática. No existen leyes rigurosas para el cambio de rima entre una y otra tirada, pero éste se usa a veces para señalar divisiones internas, por ejemplo al repetir con más detalle el contenido de la tirada anterior (técnica de series gemelas) o cuando se pasa de la narración a las palabras que pronuncia un personaje (estilo directo). Por último, las tiradas o series se agrupan en tres partes mayores, llamadas también «cantares», que comprenden los versos 1-1084, 1085-2277 y 2276-3730, respectivamente. El primer cantar narra las aventuras del héroe en el exilio por tierras de la Alcarria y de los valles del Jalón y del Jiloca, en los que consigue botín y tributos a costa de las poblaciones musulmanas. El segundo se centra en la conquista de Valencia y en la reconciliación del Cid y del rey Alfonso, y acaba con las bodas entre las hijas de aquél y dos nobles de la corte, los infantes de Carrión. El tercero refiere cómo la cobardía de los infantes los hace objeto de las burlas de los hombres del Cid, por lo que éstos se van de Valencia con sus mujeres, a las que maltratan y abandonan en el robledo de Corpes. El Cid se querella ante el rey el rey Alfonso, quien convoca unas cortes en Toledo, donde el Campeador reta a los infantes. En el duelo, realizado en Carrión, los infantes y su hermano mayor quedan infamados; mientras tanto, los príncipes de Navarra y Aragón piden la mano de las hijas del Cid, que las ve así casadas conforme merecen.
Otro de los aspectos característicos de los cantares de gesta es su estilo formular, es decir, el empleo de determinados clichés o frases hechas, por ejemplo en la descripción de batallas o bien para referirse a un personaje. Así, el Cid es llamado a menudo «el bueno de Vivar», «el que en buena hora nació» o «el de la luenga barba», mientras que a Minaya Álvar Fáñez se lo presenta varias veces en el fragor del combate con la fórmula «por el codo abajo la sangre goteando». Este rasgo se liga a la difusión oral del Cantar (por boca de los juglares que lo recitaban o cantaban de memoria, acompañándose a menudo de un instrumento musical), pero también responde a un efecto estético (el gusto por ver tratados los mismos temas de una misma forma). Otros recursos estilísticos de los cantares de gesta son la gran alternancia y variedad de tiempos verbales; el uso de parejas de sinónimos, como «pequeñas son y de días chicas», y también de parejas inclusivas, como «moros y cristianos» (es decir, todo el mundo); o el empleo de las llamadas frases físicas, al estilo de «llorar de los ojos» o «hablar de la boca», que subrayan el aspecto gestual de la acción.
En cuanto al argumento, como se ha visto, abarca dos temas fundamentales: el del destierro y el de la afrenta de Corpes. El primero se centra en la honra pública o política del Campeador, al narrar las hazañas que le permiten recuperar su situación social y, a la vez, alcanzar el perdón real; el segundo, en cambio, tiene por objeto un asunto familiar o privado, pero que tiene que ver también con el honor del Cid y de los suyos, tan realzado al final como para que sus hijas puedan casar con los príncipes de Navarra y Aragón. De ahí que el Cantar hay podido ser caracterizado como un «poema de la honra». Esta honra, sea pública o privada, tiene dos dimensiones: por un lado, se relaciona con la buena fama de una persona, con la opinión que de ella tienen sus iguales dentro de la escala social; por otro, tiene que ver con el nivel de vida de una persona, en la medida en que las posesiones materiales traducen la posición que uno ocupa en la jerarquía de la sociedad. Por eso el Cid se preocupa tanto de que el rey conozca sus hazañas como de enviarle ricos regalos que, por así decir, plasmen físicamente las victorias del Campeador.
La doble trama del destierro y de la afrenta describe una doble curva de descenso y ascenso: desde la expropiación de las tierras de Vivar y el exilio se llega al dominio del señorío de Valencia y a la recuperación del favor real; después, desde la pérdida de la honra familiar provocada por los infantes se asciende al máximo grado de la misma, gracias a los enlaces principescos de las hijas del Cid. En ambos casos, la recuperación del honor cidiano se logra por medios casi inéditos en la poesía épica, lo que hace del Cantar no sólo uno de los mayores representantes de la misma, sino también uno de los más originales. En efecto, el héroe de Vivar, que es desterrado a causa de las calumnias vertidas contra él por sus enemigos en la corte, nunca se plantea adoptar alguna de las extremadas soluciones del repertorio épico, rebelándose contra el monarca y sus consejeros, sino que prefiere acatar la orden real y salir a territorio andalusí para ganarse allí el pan con el botín arrancado al enemigo, opción siempre considerada legítima en esa época. Por eso es característico del enfoque del cantar el énfasis puesto en el botín obtenido de los moros, a los que el desterrado no combate tanto por razones religiosas, como por ganarse la vida, y a los que se puede admitir en los territorios conquistados bajo un régimen de sumisión. Eso no significa que el Cid y sus hombres carezcan de sentimientos religiosos. De hecho, el Campeador se encarga de adaptar para uso cristiano la mezquita mayor de Valencia, que convierte en catedral para el obispo don Jerónimo. Es más, la relación del héroe con la divinidad es privilegiada, según se advierte en la aparición de San Gabriel para confortar al Cid cuando inicia la incierta aventura del destierro. Lo que no hay es un claro ideal de Cruzada, nada de «conversión o muerte». Los musulmanes de las plazas conquistadas, aunque no son vistos como iguales, tampoco se encuentran totalmente sometidos. Encuentran su lugar dentro de la sociedad ideal de la Valencia del Cid como mudéjares, es decir, como musulmanes que conservan su religión, su justicia y sus costumbres, pero bajo la autoridad superior de los gobernantes cristianos y con ciertas limitaciones en sus derechos. Sin caer en la tentación de ver en ello una convivencia idílica, está claro que no se aprecia en el ideario del Campeador ningún extremismo religioso.
Por lo que hace a la afrenta de Corpes, la tradición épica exigía que una deshonra de ese tipo se resolviese mediante una sangrienta venganza personal, pero en el Cantar de mio Cid se recurre a los procedimientos legales vigentes, una querella ante el rey encauzada por la vía del reto entre hidalgos. Se oponen de este modo los usos del viejo derecho feudal, la venganza privada que practican los de Carrión, con las novedades del nuevo derecho que surge a finales del siglo XII y a cuyas prácticas responde el uso del reto como forma de reparar la afrenta. Con ello se establece una neta diferencia entre los dos jóvenes y consentidos infantes, que representan los valores sociales de la rancia nobleza del interior, y el Campeador y los suyos, que son miembros de la baja nobleza e incluso villanos parcialmente ennoblecidos por su actividad bélica en las zonas de frontera. Tal oposición no se da, como a veces se ha creído, entre leoneses y castellanos (García Ordóñez, el gran enemigo del Cid, es castellano), sino entre la alta nobleza, anquilosada en valores del pasado, y la baja, que se sitúa en la vanguardia de la renovación social.
La acción prudente y comedida del héroe de Vivar manifiesta el modelo de mesura encarnado por el Cid en el Cantar, pero éste no sólo depende de una opción ética personal, sino también de un trasfondo ideológico determinado. En este caso, responde al «espíritu de frontera», el que animaba a los colonos cristianos que poblaban las zonas de los reinos cristianos que limitaban con Alandalús. Dicho espíritu se plasmó especialmente en una serie de fueros llamados «de extremadura», a cuyos preceptos se ajusta el poema, tanto en la querella final como en el reparto del botín, a lo largo de las victorias cidianas. El norte de estos ideales de frontera lo constituye la capacidad de mejorar la situación social mediante los propios méritos, del mismo modo que el Cantar concluye con la apoteosis de la honra del Campeador, que, comenzando desde el enorme abatimiento inicial, logra ver al final compensados todos sus esfuerzos y desvelos.
Un héroe mesurado
De los grandes héroes épicos se esperaba en la Edad Media que realizasen hazañas al filo de lo imposible y mantuviesen actitudes radicales, a menudo fuera de lo comúnmente aceptado. Salvo contadas excepciones, el Cid se separa de dicho modelo para ofrecer uno opuesto. Ya en la Crónica Najerense, el joven Rodrigo opone su mesura a las fanfarronadas del rey Sancho, actitud que pervivirá en el Cantar del rey don Sancho, ya en el siglo siguiente. También en las Mocedades de Rodrigo primitivas el personaje se conduce con mesura y prudencia, y sólo en la refundición del siglo XIV y en algunos romances inspirados en ella surgirá la figura (más acorde con los gustos de esa época turbulenta) de un Rodrigo arrogante y rebelde.
Donde le mesura del héroe resulta más patente es en el Cantar de mio Cid. Allí, en la primera tirada o estrofa, se nos dice ya: “Habló mio Cid bien y tan mesurado: / — ¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en lo alto! / ¡ Esto me han urdido mis enemigos malos!”. En lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a Dios las pruebas a las que se ve sometido. Más que una acusación, el último verso citado es la constatación de un hecho. A partir de entonces Rodrigo habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero éste, aunque constituye una condena, también abre un futuro cargado de promesas. Cuando, al poco, el Cid observa un mal agüero en su viaje hacia el exilio, no se desalienta, sino que exclama “¡Albricias, Álvar Fáñez, pues nos echan de la tierra!” La buena noticia es la misma del destierro, pues abre una nueva etapa de la que el Cid sabrá sacar partido, como después se verá de sobras confirmado.
Donde se ve de manera más clara esa mesura característica del Cid es en la parte final de la trama. Después de una afrenta como la sufrida por doña Elvira y doña Sol en el robledo de Corpes, lo normal, según las exigencias del género, hubiera sido que su padre reuniese a sus caballeros y lanzase un feroz ataque contra las posesiones de los infantes de Carrión y de sus familiares, matando a cuantos encontrase a su paso y arrasando sus tierras y palacios. Sin embargo, el Cid no opta por este tipo de venganza sangrienta, sino que se vale del procedimiento regulado en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el reto o desafío. Tras das parte al rey Alfonso de la afrenta, se reúnen las cortes del reino y ante ellas el Campeador reta a los infantes. El rey acepta el reto y tres caballeros del Cid se oponen en el campo a los infantes y a su hermano mayor. La victoria de los hombres del Cid salda la afrenta sin ninguna muerte y sin derramamiento de sangre, de acuerdo con los usos más avanzados del derecho de la época. Siglos antes de que se pusiesen de moda las películas de juicios, el venerable Cantar de mio Cid advirtió ya las posibilidades dramáticas de un proceso judicial y las puso al servicio de la prudencia y de la mesura de su héroe.
El autor, o autores, del Cantar
Como he avanzado, este argumento se basa en la vida real de Rodrigo Díaz, llamado el Campeador (‘el Batallador’) y más tarde El Cid o Mio Cid (título de respeto adaptado del árabe andalusí Sídi, ‘Mi señor’). Como puede advertirse, el Cantar de mio Cid ofrece una versión de los años finales del Cid que arranca del primer destierro, pero es bastante más fiel en líneas generales a lo sucedido a partir de 1089, siempre con mucha libertad de detalle. Además, todo lo relativo a los matrimonios entre las hijas del Cid y los infantes de Carrión (que seguramente nunca existieron) es claramente ficticio. La proporción de historia y poesía ha sido un importante argumento en los intensos debates sobre la identidad del autor del Cantar y su fecha exacta de composición.
Las dos posturas más alejadas vienen representadas por Ramón Menéndez Pidal y Colin Smith. El primero consideraba que el Cantar era obra de un juglar de Medinaceli (localidad castellana entonces cercana a la frontera con los reinos musulmanes), realizada en estilo tradicional, de tipo básicamente popular, muy fiel a los hechos históricos y compuesta alrededor de 1140, menos de medio siglo después de la muerte del Cid. Más tarde, basándose en algunos aspectos estilísticos y en datos que, a su juicio, parecían corresponder a dos épocas distintas, sostuvo la hipótesis de una obra compuesta por dos juglares. El primero, ligado a San Esteban de Gormaz (una localidad cercana a la anterior), habría escrito en torno a 1110 y sería el responsable de los elementos más históricos del poema; el segundo, vinculado a Medinaceli, habría amplificado el poema con los rasgos más novelescos, hacia 1140. Sus teorías sobre el tipo de autor, aunque no siempre sobre la fecha, han sido mantenidas por los estudiosos de la línea oralista, como Joseph Duggan, quien defiende que el poema fue improvisado por un juglar para ser inmediatamente copiado al dictado, texto que sería el origen de la versión conservada.
En el otro polo se sitúa la interpretación de Colin Smith, quien defendía que el colofón del manuscrito del Cantar de mio Cid transmitía tanto su fecha de composición, 1207, como el nombre de su autor, Per Abbat, al que identificó con un abogado burgalés en ejercicio a principios del siglo XIII. Su autor sería, pues, un culto jurisperito, que conocería la vida del Cid a través de documentos de archivo y cuya obra no sólo no debería nada al estilo tradicional, sino que sería el primer poema épico castellano, una innovación literaria inspirada en las chansons de geste francesas y en fuentes latinas clásicas y medievales. En sus últimos trabajos, Smith matizó algo estas posturas, reconociendo que Per Abbat era probablemente el copista y no el autor del poema, el cual sería, de todos modos, un hombre culto y entendido en leyes, que compuso su obra cerca de 1207 y que posiblemente no inventó el género épico castellano, aunque sí lo renovó profundamente. Aunque su identificación del autor apenas cuenta hoy con partidarios, la crítica admite en general su datación tardía del poema, estando también bastante extendida su visión de un poeta culto que compuso su obra por escrito.
Ninguna de las propuestas para localizar al autor realizadas hasta ahora posee fundamentos sólidos. Como ya he explicado, el colofón del códice único es una típica suscripción de copista, no de autor, por lo cual resulta infundado considerar a Per Abbat como el creador del texto, mientras que la fecha de su copia (mayo de 1207) sólo sirve como límite más reciente para la redacción del Cantar de mio Cid. En cuanto a las teorías de Menéndez Pidal, se basan en la creencia de que el mayor detalle geográfico en las áreas de San Esteban de Gormaz y de Medinaceli (en la actual provincia de Soria) se debe a la procedencia del autor, que mostraría así tanto su mejor conocimiento de la zona, como su amor hacia su tierra. Sin embargo, esto no es necesariamente exacto, puesto que un autor de otro origen podría haber empleado igual grado de detalle por consideraciones literarias o de otra índole. A cambio, el poema ofrece igual grado de detalle toponímico en otras áreas, por ejemplo la comarca de Calatayud o la cuenca del Jiloca, lo que contradice tales conclusiones.
Lo único que apunta en una dirección concreta a este respecto es la sujeción de diversos aspectos del Cantar de mio Cid (que luego se verán) a las leyes de la frontera, en particular el Fuero de Cuenca (compuesto en torno a 1189-1193). Ello hace pensar en un autor procedente del límite sudeste de Castilla, que en esa época se extendía aproximadamente desde Toledo a Cuenca. En particular, dada la relevancia de Álvar Fáñez en el Cantar, podría pensarse en la comarca de La Alcarria (en la actual provincia de Guadalajara), donde se asienta la localidad de Zorita de los Canes, de la que dicho personaje fue gobernador entre 1097 y 1117, como se recuerda anacrónicamente en el verso 735 del poema, y que además se regía (aunque en fechas posteriores) por una adaptación del Fuero de Cuenca. Esa zona, conocida a mediados del siglo XII como “la tierra de Álvar Fáñez” y cuya toponimia también es recogida con detalle, es el escenario de la primera campaña del Cid al salir del destierro, la cual parece basarse en una expedición histórica. Ahora bien, mientras el héroe toma Castejón, la incursión que llega más al sur la dirige precisamente Álvar Fáñez; unos sucesos ficticios que, no obstante, podrían hacerse eco del papel históricamente desempeñado por don Álvaro en esa zona, sin vinculación alguna con los hechos del Campeador.
En cuanto a la existencia de sucesivas refundiciones o reelaboraciones del texto, ha sido defendida también por otros estudiosos (como Horrent). Esta postura supone la paulatina evolución de la obra desde una versión primitiva más corta y cercana a los hechos hasta la redacción transmitida por el códice único. Sin embargo, el poema conservado no da la impresión de un texto formado por la adición de sucesivas partes ni por la agrupación más o menos habilidosa de varios textos preexistentes. Antes bien, el Cantar de mio Cid posee una esencial homogeneidad de argumento, de estilo y de propósito que no apoya dicha hipótesis. En suma, todo apunta a una unidad de creación por parte de un solo autor, conocedor sin duda del estilo épico tradicional, pero también del de la épica francesa del momento. El poeta parece poseer, además, un buen conocimiento de las leyes coetáneas y, al menos, cierta cultura latina.
La fecha de composición
Respecto de la datación, el único argumento de cierto peso que permite pensar en los alrededores de 1140, como pensaba Menéndez Pidal, es la alusión contenida en un texto en latín de 1147-1149, el Poema de Almería, quien se refiere así al héroe: “Ipse Rodericus, Meo Cidi sepe vocatus, / de quo cantatur quod ab hostibus haud superatur” (“El mismísimo Rodrigo, llamado usualmente Mio Cid, / de quien se canta que no fue vencido por los enemigos”, vv. 233-234). Esta alusión a un canto sobre el héroe parece garantizar que el Cantar de mio Cid ya estaba compuesto para esas fechas. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en la Edad Media esa expresión podía significar solamente que “es fama que nunca fue vencido”. En todo caso, si los datos internos del Cantar conducen a una datación posterior, esa mención podría aludir a un poema anterior sobre el héroe, quizá incluso una fuente del poema conservado, pero no a éste. Y así es como sucede.
Hay, en efecto, abundantes aspectos que permiten retrasar la composición del Cantar de mio Cid a finales del siglo XII. Una parte de ellos se vinculan a la recepción de la nueva cultura caballeresca que llega de Francia a fines de siglo, y que abarca tanto aspectos de cultura material como de mentalidad. A la primera categoría corresponde el uso de lo que podríamos llamar las galas caballerescas, cuya finalidad, no obstante, desborda lo suntuario para adquirir una plena dimensión emblemática y simbólica. Sucede así con las sobrevestes o sobreseñales que los caballeros llevaban sobre la loriga de cota de malla y con las coberturas o gualdrapas con que revestían a sus caballos. Ambas innovaciones de la indumentaria caballeresca se documenta por primera vez en un sello de 1186 de Alfonso II de Aragón. Lo mismo ocurre con las armas de señal o emblemas heráldicos, de nuevo una práctica de origen ultrapirenaico que en el ámbito hispánico quedó restringida a la realeza y a los grandes magnates hasta pleno siglo XIII, razón por la cual el Cantar atribuye su uso únicamente al obispo don Jerónimo, de origen francés. En cuanto a la nueva mentalidad caballeresca, se traduce en uno de los epítetos con que se celebra al Cid en el poema. “el que en buen ora cinxo espada”, es decir, “el que fue armado caballero en un momento propicio”, bajo buenos auspicios astrológicos. Igualmente, otros aspectos, como la atención prestada a las damas castellanas presentes en Valencia durante la batalla contra el rey Yúcef de Marruecos revela la recepción del nuevo concepto de cortesía, ajeno a la épica anterior.
A una cronología semejante corresponde parte del vocabulario institucional del Cantar de mio Cid; en especial, dos palabras clave para describir la sociedad reflejada en el poema y sus conflictos y tensiones internas, hidalgo y ricohombre, sólo se registran en 1177 y poco antes de 1194, respectivamente. También triunfa en ese momento la concepción del monarca como señor natural, es decir, como soberano directo y general de todos los naturales o vecinos de un reino, independientemente de los vínculos vasalláticos, idea que justifica la leal actitud del Cid en el destierro, cuando ya no es vasallo del rey Alfonso. Otro aspecto importante es el comportamiento del héroe con los moros vencidos. En el Cantar no hay espíritu de cruzada, sujeto a la dicotomía de conversión o muerte, sino que se combate con los musulmanes por razones prácticas: por pura supervivencia y, a la larga, como forma de enriquecimiento. Por ello, el enfrentamiento religioso, aunque presente en el poema, es un factor muy secundario Refleja esta actitud que en el poema se diferencie netamente entre los invasores norteafricanos de los siglos XI y XII y los musulmanes andalusíes. Los primeros son objeto de total hostilidad, pero a los segundos se los trata mejor, hasta el punto de permitirles vivir junto a los cristianos como moros de paz (moros sometidos por una capitulación o tratado de paz). Esta figura había surgido a finales del siglo XI, pero las citadas invasiones de tribus marroquíes (almorávides en 1093 y almohades en 1146) hicieron que los cristianos prefiriesen expulsar a toda la población musulmana de las zonas que conquistaban. Solamente a finales del siglo XII se recupera esa postura de mayor tolerancia, que es la reflejada en el poema, y se admite la existencia de comunidades de mudéjares o musulmanes sometidos al poder cristiano.
Ese cambio de actitud coincide con una importante renovación del derecho castellano, que alcanzará su culminación en la promulgación de los fueros de extremadura o leyes de la frontera en la última década del siglo XII y en la compilación del derecho nobiliario en el Fuero Viejo de Castilla, cuya redacción primitiva data de principios del siglo XIII. Es a esta legislación a la que el Cantar de mio Cid se atiene en asuntos tan importantes como las relaciones con el rey, la organización de la hueste, el reparto del botín o el desafío entre nobles. En suma, se advierte que no se trata de elementos aislados que pudieran deberse a una interpolación, sino del andamiaje mismo que sostiene el Cantar en todos sus niveles y que, al margen de posibles antecedentes en forma poética, conducen a fecharlo sin apenas dudas en torno a 1200.
Las fuentes del poeta
En cuanto a los datos históricos sobre su héroe que poseía el poeta un siglo después de la muerte del Cid, es difícil determinar con precisión qué fuentes le proporcionaron la información empleada. Básicamente, la crítica ha apuntado en las siguientes direcciones: uno o más poemas épicos preexistentes sobre el Cid, que arrancarían de su misma época y partirían de la observación directa de sus hazañas; documentos históricos relativos al mismo (como los que hoy se conservan en la Catedral de Burgos y en el Museo Diocesano de Salamanca, uno de los cuales contiene la firma autógrafa de Rodrigo) y, en fin, la Historia Roderici, una biografía latina bastante completa escrita hacia 1185.
La primera posibilidad tiene en su contra la falta de testimonios de ese tipo de cantares noticieros, a falta de los cuales cabe pensar en que el propio Cantar de mio Cid se formase por la evolución de un poema primitivo más cercano a los hechos; pero, como ya se ha visto, el texto conservado no apoya tal opción. Aun así, no puede negarse de plano la posible existencia de algún cantar previo sobre el Cid, como el que parece citarse en el ya mencionado Poema de Almería. La segunda opción plantea un problema parecido, pues los diplomas conservados y, en general, la documentación medieval carece del tipo de datos necesarios para elaborar el argumento de un poema épico. No obstante, la inclusión como personajes de algunas figuras históricas coetáneas del Cid, pero que nada tuvieron que ver con éste, hace sospechar que, al menos como fuente secundaria, el poeta se valió de documentos históricos. La tercera alternativa resulta mucho más viable y, de hecho, hay notables coincidencias entre la Historia Roderici y el Cantar de mio Cid, sobre todo en la parte relativa a la conquista de Valencia. La principal objeción a esta hipótesis es que el poema silencia por completo el período que el Cid pasó a las órdenes de los reyes moros de Zaragoza, que, en cambio, es tratado en detalle por la biografía latina. Ahora bien, sucede lo mismo en otros dos textos que se basan también en la Historia Roderici y que seleccionan de modo parecido la información que ésta contiene. Se trata del Linaje de Rodrigo Díaz, una genealogía navarra del Cid acompañada de un resumen biográfico, y del Carmen Campidoctoris, un panegírico latino que enumera las principales batallas del héroe. Dado que estas dos composiciones datan de fechas parecidas (hacia 1094), todo apunta a que en la última década del siglo XII se extiende la visión del Cid como un héroe siempre opuesto a los musulmanes, lo que lleva a omitir cualquier referencia a los servicios prestados en Zaragoza. Por otra parte, algunas noticias orales relativas a los tiempos de Rodrigo fueron aún recogidas por los colaboradores de Alfonso X el Sabio cuando reunían los materiales para su Estoria de España en torno a 1270. Con más razón, el autor del Cantar de mio Cid pudo conocer, casi un siglo antes, diversos datos y anécdotas por dicha vía. A ello hay que añadir, por supuesto, la libre invención del poeta, que opera tanto sobre el conjunto como sobre los detalles. En suma, parece que el poeta épico se basó probablemente en la Historia Roderici y en otros datos de diversa procedencia, sobre todo de la historia oral, pero también en documentos y quizá en algún cantar de gesta anterior sobre el mismo héroe; materiales que reelaboró libremente y completó con su propia inventiva.
Pueden ilustrar esta forma de operar algunos ejemplos. La primera campaña que el Cid desarrolla al salir de Castilla tiene como escenario el reino moro de Toledo y, en particular, la cuenca del río Henares. Ése fue, aproximadamente, el escenario de la operación bélica no autorizada que ocasionó el exilio histórico de Rodrigo Díaz. Parece, pues, que el autor del Cantar de mio Cid ha trasladado los hechos históricos a un momento posterior. Con ello obtenía dos ventajas: dejar como única causa del destierro las calumnias vertidas contra su héroe y volver a su favor unos sucesos que históricamente le habían perjudicado. Más adelante, cuando el Cid desarrolla la campaña del Jiloca, acampa en un montículo al que, por dicha causa “El Poyo de mio Cid así•l’ dirán por carta” (v. 904). Seguramente tal denominación (históricamente documentada) no debe nada a las andanzas del héroe, pero el poeta (o quizá las tradiciones locales en las que se basó) no podían dejar de relacionar el nombre de dicho monte con el del célebre guerrero castellano. En fin, la acción del Cantar de mio Cid podía haber concluido perfectamente con la concesión al héroe del perdón real, tras la conquista de Valencia. Sin embargo, el poeta ha preferido prolongarla con un argumento ficticio que servía tanto para desarrollar una trama más novelesca, como para culminar el proceso de exaltación de su héroe, hasta llegar a los matrimonios regios de sus hijas, que reflejan, a su vez, una versión legendaria de los auténticos enlaces de las mismas. El resultado de esta creativa combinación de materiales previos e inventados es la composición de un poema argumentalmente bien trabado en torno a dos núcleos temáticos: la reconciliación entre el Cid y el rey y la reparación de la deshonra de sus hijas a manos de los infantes de Carrión.
La trama del Cantar: la recuperación del honor
Estos dos conflictos no sirven sólo para justificar el relato de las diversas hazañas del protagonista, sino que permiten dotar de una estructura de conjunto al Cantar de mio Cid. Ésta se organiza en torno a un concepto único, la honra u honor del héroe, en dos dimensiones complementarias: la pública y la privada. El poema narra, así, los esfuerzo de su protagonista para recuperar en primer lugar su honra pública, que ha perdido al ser desterrado a causa de las calumnias sobre la malversación de los tributos sevillanos, y luego su honra privada, dañada por el ultraje cometido por sus yernos al maltratar y abandonar a sus hijas. En consecuencia, el argumento del Cantar de mio Cid desarrolla una trayectoria en W, es decir, una doble curva de descenso y ascenso, en que el conflicto dramático (el exilio primero, la afrenta de Corpes después) quiebra la situación inicial de equilibrio narrativo para provocar (mediante las penalidades del destierro y luego la deshonra familiar) el abatimiento del héroe, quien debe esforzarse al máximo para remontar su caída, hasta lograr, no sólo volver al punto de partida, sino superarlo. De este modo, de la pérdida del favor real y la expropiación de sus bienes en Castilla, el Cid pasará, tras numerosas hazañas, a conseguir el señorío de Valencia y a poder tratar al rey casi de igual a igual. En la segunda parte, tras el ultraje y abandono de sus hijas, se llegará, tras una dura batalla legal, a los nuevos matrimonios de las mismas con los príncipes herederos de Navarra y de Aragón.
Ambas partes no están meramente yuxtapuestas, sino que se hallan íntimamente ligadas. Esta vinculación se debe a las obvias, aunque indirectas, relaciones causales entre ambas tramas. En efecto, las hazañas del Cid, que permiten su reconciliación con el rey, son también las que inspiran a los infantes de Carrión sus propósitos matrimoniales. De hecho, el rey sólo se decide a perdonarlo al conocer sus planes, quizá por que le garantizan que su visión personal es compartida por la corte. Así las cosas, el rey promueve estas nupcias creyendo que con ellas favorece al Cid, dado el alto linaje de sus futuros yernos. Por otro lado, ya al inicio mismo del poema, el héroe (buen padre, además de buen guerrero) se plantea el adecuado matrimonio de sus hijas como uno de sus objetivos primordiales, obstaculizado por el exilio. Ahora bien, dado que el Cid desconfía de este enlace desde que se plantea, queda en suspenso el adecuado cumplimiento de ese objetivo, que sólo se verá satisfecho con los matrimonios regios al final del poema. En fin, otro aspecto importante que liga ambas tramas es que los calumniadores del Cid, que no habían sido castigados al resolverse el primer conflicto, reciben al final su merecido en la figura de su cabecilla, el conde García Ordóñez, quien se alía con los infantes y sus familiares en contra del héroe y es puesto en evidencia en el proceso judicial por el asunto de Corpes. De este modo, las dos fases de la historia se ligan inextricablemente, dando lugar a un único, aunque complejo argumento.
Los hombres de la frontera
Además de sus vínculos estrictamente argumentales, esta doble trama posee una notable cohesión ideológica, en torno a los ideales de la baja nobleza y, en general, de los habitantes de la extremadura o zona fronteriza entre cristianos y musulmanes. En la sociedad castellana de la época, la alta nobleza del interior del reino, a la que pertenecen los enemigos del Cid, vivía ante todo de las rentas de la tierra y basaba su posición de privilegio en la herencia y el prestigio familiares. En cambio los colonizadores de la frontera debían su creciente riqueza al botín de guerra (fruto de sus incursiones contra territorio musulmán) y habían obtenido del rey franquicias e inmunidades a causa del peligro al que se exponían, viviendo en la peligrosa área fronteriza. Este grupo social estaba compuesto por nobles de baja categoría y por villanos que, en determinadas circunstancias, podían acceder a la condición de caballero, disfrutando así de determinados privilegios nobiliarios (como la exención de impuestos o ciertas prerrogativas judiciales) y, sobre todo, del prestigio social inherente a dicho estado.
En definitiva, frente al poderío de la vieja aristocracia del norte, los hombres de la frontera aspiraban a ver reconocida su pujanza social haciendo valer sus propios méritos, en lugar de los merecimientos y prebendas de sus antepasados. Por supuesto, el Cid nunca fue propiamente un colono fronterizo, pero su peripecia vital, convenientemente convertida en literatura, era un perfecto exponente de las virtudes necesarias en la guerra contra el musulmán y de la posibilidad, en tales circunstancias, de brillar con luz propia, y no con la prestada por rancias glorias de linaje. No obstante, sería anacrónico hablar de un espíritu democrático en el Cantar de mio Cid, puesto que en él no se rechaza la nobleza de sangre como principio de jerarquía social. Lo que sí se propugna es cierta movilidad social (de la condición de villano a la de caballero, de la de infanzón a la de magnate) en virtud de los logros personales de cada uno, frente al inmovilismo que supone tener sólo en cuenta los privilegios heredados.
Este planteamiento se advierte perfectamente en el primer núcleo argumental del poema, el del destierro. Cuando el Cid sale de Castilla, la forma en la que se propone obtener el perdón del rey es, precisamente, enviarle parte del botín que obtiene en sus sucesivas acciones guerreras. Esto sirve para hacerle saber al monarca que su antiguo vasallo no ha sido anulado, sino que está brillantemente en activo, por lo que sería bueno contar de nuevo con él. Además, aunque el Cid ya no dependa del rey Alfonso, le sigue mandando una porción de sus ganancias, como si aún fuese su vasallo, lo que significa dos cosas: que quien se comporta así, jamás pudo haberse quedado indebidamente con los tributos del rey de Sevilla, como decían sus enemigos, y que, aunque injustamente tratado por el monarca, el héroe le sigue siendo fiel. Además, los envíos del Cid al rey son cada vez más ricos, evidenciando que el héroe asciende más y más alto, lo que provoca la creciente admiración de Alfonso y, al cabo de tres envíos, el perdón regio. Por otra parte, los hombres del Cid también obtienen grandes beneficios de sus campañas, de modo que incluso “los que fueron de pie, cavalleros se fazen” (v. 1213). Así pues, la manera en la que el héroe se granjea de nuevo el favor real corresponde perfectamente a los valores y actitudes que integran el espíritu de frontera.
Esta orientación resulta quizá menos evidente en la segunda parte, pero sigue siendo fundamental. Por un lado, los infantes son caracterizados como miembros de la corte, orgullosos de su linaje, que consideran su matrimonio como una forma de sacar provecho de las riquezas del Cid, mientras que éste y sus hijas reciben a cambio el honor de emparentar con ellos. Es esa postura la que despierta las suspicacias del héroe, quien, no obstante, actúa de buena fe para con sus yernos. Éstos son ceremoniosos y van pulcramente vestidos, pero no dudan en estropear sus caras ropas cuando, presos de terror, huyen ante el león. Esta cobardía se ve reiterada en la batalla contra Bucar y, en definitiva, en su búsqueda de venganza sobre víctimas indefensas, las hijas del Cid, ya que son incapaces de enfrentarse a éste o a sus hombres. Se establece así una marcada contraposición entre estos dos petimetres cortesanos y los caballeros que rodean al Cid, acentuando las diferencias entre una alta nobleza que vive únicamente del pasado, pero es incapaz de valerse por sí misma, y los guerreros de la frontera, que lo deben todo a su esfuerzo con la espada. Este contraste se extiende también al ámbito económico: los infantes ponen todo su orgullo en sus tierras de Carrión, pero carecen de dinero en efectivo; en cambio, el Cid y los suyos, cuyas propiedades habían sido confiscadas, deben su prosperidad al botín de guerra y poseen dinero y joyas en abundancia.
Esta oposición de dos modos de vida y de sus respectivas ideologías culmina cuando, al final del Cantar de mio Cid, se aúnan todos los grupos contrarios al héroe, es decir, sus calumniadores, encabezados por Garcí Ordóñez, y los causantes de su ultraje, en torno a los infantes de Carrión, para intentar vencerlo en la querella judicial suscitada en la corte. Es en este escenario, que posee obvias implicaciones morales, en el que el Cid va a derrotar por fin a sus enemigos y al modelo social que representan. Si en la primera parte del poema ha sido capaz de vencer con las armas, para recuperar su honra pública, ahora demostrará que es capaz de hacerlo también con las leyes, para reivindicar su honra privada. Logra así que la ignominia recaiga tanto sobre sus adversarios iniciales como sobre los nuevos, demostrando que en la guerra y en la paz su actitud vital y sus valores son preferibles a los de los envidiosos y anquilosados cortesanos. Éstos, parapetados tras su orgullo de casta y sus preeminencias señoriales, son incapaces de obtener nada con su propio esfuerzo, y quedan, a la postre, muy por debajo del Cid y de sus hombres, inferiores en linaje, sí, pero superiores tanto en el plano ético como en el pragmático.
El Cantar, un “caso jurídico”
Según se advierte por la resolución de la segunda parte, un factor importante en relación tanto con la dimensión ideológica del Cantar de mio Cid, como con la estética, es la manera en que su desarrollo narrativo responde a los planteamientos jurídicos coetáneos, cuya importancia para datar el poema ya se ha visto. Esta situación no es privativa de la sección final del mismo, sino que afecta a todo el texto. El conflicto inicial, de hecho, reviste ya la forma de un caso jurídico, pues el Cid es desterrado de acuerdo con la figura medieval de la ira regis o ira del rey. Ésta no era sólo una emoción personal, la cólera del monarca, sino una institución jurídica, que implicaba la ruptura de los vínculos entre el rey y su vasallo, que debía abandonar las tierras de aquél. El problema de esta fórmula legal era la indefensión que afectaba al reo, pues éste no podía apelar de ningún modo la decisión del rey. La importancia de este desamparo legal podía ser leve cuando la ira regis se debía a un delito notorio (sublevación o desobediencia contra el rey), pero resultaba sumamente grave cuando venía ocasionada por las calumnias de los mestureros o cizañeros, quienes podían indisponer a alguien contra el rey sin culpa ninguna y sin la posibilidad de alegar nada a su favor.
Para agravar esta situación, el Cantar de mio Cid describe unas condiciones especialmente duras al inicio del destierro. En efecto, al Cid se le confiscan sus propiedades, lo cual sucedía sólo por delito de traición, sin ser aquí el caso. A continuación, el desterrado podía salir del reino acompañado de su mesnada (tropas personales) en un plazo de treinta días, mientras que en el Cantar de mio Cid el plazo total es de sólo nueve días. Por añadidura, se les prohíbe a los habitantes de Burgos abastecer al desterrado y a los suyos, lo que también resulta excepcional. Éstos y otros aspectos muestran una aplicación muy rigurosa de la ley, que tiene como finalidad narrativa aumentar las dificultades del Cid al comienzo de su exilio, de modo que realce la superación de las mismas. Además, desde el punto de vista ideológico, esta severidad y la arbitrariedad del proceso tiñen de connotaciones negativas la institución de la ira regis, que resulta, así aplicada, un procedimiento injusto y un medio de fuerza de los cortesanos contra sus enemigos. Esta presentación negativa, aunque no va acompañada de un rechazo explícito, concuerda con el fondo de una disposición de las Cortes o asamblea consultiva del reino de León, ante la cual Alfonso IX juró en 1188 que todo acusado por tales mestureros tuviese derecho a ser oído en su propia defensa.
Ante la injusticia cometida, el Cid podía haberse sublevado contra el monarca, adoptando la postura del vasallo rebelde, bastante típica de la épica francesa coetánea. Por el contrario, el héroe castellano acata las disposiciones regias y se dispone a ganarse de nuevo el favor de su rey inspirándose en las prácticas legales del momento. Según el Fuero Viejo de Castilla, si el desterrado y su mesnada, estando al servicio de un señor extranjero, atacaban tierras del rey, tenían la obligación de enviarle a éste, como desagravio, su parte del botín, al menos las dos primeras veces en que esto ocurriese. Por otro lado, según los fueros de extremadura, cuando las tropas fronterizas atacaban territorio musulmán, tenían que entregarle al rey la quinta parte de las ganancias obtenidas. Actuando de modo parecido, pero sin obligación ninguna (puesto que nunca atacan tierras del rey ni son vasallos suyos), el Cid le envía una porción del botín, lo que acentúa su lealtad, aun en las más adversas circunstancias y favorece su reconciliación con el monarca. En efecto, una de las causas legales para revocar la ira regis era la realización de señalados servicios al rey o al reino por parte del exiliado.
Además de regular las relaciones con el rey, las disposiciones legales vigentes afectan a la organización interna de las tropas del Cid. El aspecto más obvio es la insistencia en el correcto reparto del botín, motor fundamental de la actividad guerrera de las tropas fronterizas, a cuyos fueros se atienen tanto las formalidades externas (reunión de todo el botín, evaluación y reparto por los quiñoneros u oficiales repartidores) como las proporciones del mismo (básicamente, una parte para cada peón, dos para cada caballero y un quinto del total para el Cid). Además de este aspecto, responde también a dichas regulaciones legales el paso de los peones o soldados de infantería a la condición de caballero villano, es decir, el soldado de caballería que, por mantener un caballo y el equipo necesario, poseía parte de las prerrogativas del hidalgo o caballero noble. Lo mismo sucede con el reparto de posesiones entre las tropas del Cid tras la conquista de Valencia, así como las severas penas con las que el héroe castiga las deserciones una vez acabada la conquista, algo frecuente en la vida real, ya que, tras conseguir un buen botín en la frontera, muchos preferían volver a las menos peligrosas tierras del interior.
Por supuesto, todo lo relativo a la reconciliación del rey Alfonso y del Cid, así como al matrimonio de las hijas de éste con los infantes de Carrión, se desarrolla conforme al ceremonial adecuado, en el que cobra especial importancia el simbolismo jurídico, es decir, la realización de determinados gestos y palabras sin las cuales un acto jurídico carecía de validez. El mejor ejemplo de esto es el besamanos, es decir, el beso dado en las manos por el vasallo al señor en el momento de la infeudación. Para la mentalidad medieval, no bastaba con que ambas partes se pusiesen de acuerdo, sino que era necesario realizar ese gesto específico para que el vínculo feudal se considerase realmente establecido. No obstante, donde el componente jurídico se convierte en elemento central de la acción es en la fase final del Cantar de mio Cid. Para calibrar su importancia ha de advertirse que, tras de una afrenta como la sufrida por las hijas del Cid, lo normal, según las exigencias del género épico, hubiera sido que su padre acudiese a la venganza privada y, reuniendo a sus caballeros, lanzase un feroz ataque contra los infantes de Carrión y sus familiares, dándoles muerte y arrasando sus tierras y palacios. Sin embargo, el Cid no opta por este tipo de venganza sangrienta, sino que se vale del procedimiento regulado en las leyes para dirimir las ofensas entre hidalgos: el riepto o desafío.
Precisamente para evitar las venganzas y contra-venganzas, que podían conducir incluso a guerras privadas entre facciones nobiliarias enfrentadas, la segunda mitad del siglo XII ve nacer dos instituciones íntimamente relacionadas: la amistad entre hidalgos y el reto. La primera supone un implícito pacto de concordia y lealtad entre todos los miembros de la nobleza de sangre, en virtud del cual ninguno puede inferir un daño a otro sin una previa declaración de enemistad. La segunda obliga a que toda queja de un hidalgo respecto de otro adopte la forma de una acusación formal seguida de un desafío, que normalmente se ventilaba mediante un combate singular entre el retador y el retado o, en ocasiones, sus parientes o sus vasallos. Si vencía el retador, la acusación se consideraba probada y el retado quedaba infamado a perpetuidad y perdía parte de sus privilegios nobiliarios. En el Cantar de mio Cid se siguen escrupulosamente todas las formalidades previstas para el reto en la legislación de finales del siglo XII. Para ello, tras dar parte al rey Alfonso de la afrenta, se reúnen las cortes del reino y ante ellas el Campeador acusa a los infantes, que son desafiados por dos de sus hombres. El rey acepta los desafíos y se procede a la celebración de las correspondientes lides judiciales, en las que tres de los principales caballeros del Cid se oponen en el campo a los infantes y a su hermano mayor. La victoria de los hombres del Cid salda la afrenta sin ninguna muerte y sin apenas derramamiento de sangre, de acuerdo con los usos más avanzados del derecho de la época.
El Cid del Cantar: fuerza y sabiduría
Esta ponderada actitud, patente también en la primera parte, cuando el héroe, aunque desterrado, se comporta lealmente, en lugar de hacerlo como un vasallo rebelde, se debe a uno de los rasgos básicos del comportamiento del Cid en este poema: su comedimiento. La otra es, claro está, su capacidad militar. De este modo, el héroe responde en lo fundamental a la clásica caracterización mediante sapientia et fortitudo (sabiduría y fuerza). Por supuesto, esa sapientia no es aquí erudición; más bien se trata de sabiduría mundana, es decir, sentido de la proporción, capacidad de previsión y, en definitiva, prudencia. En cuanto a la fortitudo, tampoco se identifica exclusivamente con la fuerza física, aunque ésta le era indispensable a un guerrero medieval, sino también con la aptitud para actuar, la capacidad de mando y, en suma, la autoridad, tanto bélica como moral.
En el caso del Cid, la sapientia es ante todo mesura, la cual se plasma, según los casos, en ponderación, sagacidad e incluso resignación. Así queda claro desde el inicio mismo del poema, cuando, en la primera tirada o estrofa, se dice: “Fabló mio Cid bien e tan mesurado: / -¡Gracias a ti, Señor, Padre que estás en alto! / ¡Esto me an buelto mios enemigos malos!-” (vv. 7-9). En lugar de maldecir a sus adversarios, el Campeador agradece a Dios las pruebas a las que se ve sometido, de modo que el último verso citado, más que una acusación, es simplemente la constatación de un hecho. A partir de ese momento el héroe habrá de sobrevivir con los suyos en las penalidades del destierro. Pero éste, aunque constituye una condena, también abre un futuro cargado de promesas, como, al poco, exclama el héroe, dirigiéndose a su lugarteniente: “¡Albricia, Álvar Fáñez, ca echados somos de tierra!” (v. 14). La albricia o buena noticia es la misma del exilio, pues da comienzo a una nueva etapa de la que el Cid sabrá sacar partido, como después se verá de sobras confirmado, en parte gracias a esa misma mesura que le hace planificar concienzudamente y ejecutar sin arrebatamiento sus tácticas, pero también tratar compasivamente a los musulmanes andalusíes por él vencidos u organizar con sabias disposiciones el gobierno de Valencia tras su conquista. En la segunda trama, esa misma mesura es la que lleva al Cid a plantear sus reivindicaciones por la vía del derecho, evitando tomar venganza directa mediante una masacre de sus enemigos, pero también se traduce en la sagacidad con la que conduce el proceso, pareja a la astucia con que había sabido desarrollar sus actividades militares.
La fortitudo, por su parte, se manifiesta, claro está, como fuerza y resistencia en el campo de batalla, pero ante todo como capacidad de actuación, en sentido general, y muy especialmente como fuerza de voluntad. Gracias a ella, el Cid logra superar los amargos momentos de la partida, cuando, al abandonar a su familia, “así•s’ parten unos d’otros commo la uña de la carne” (v. 375), para, a continuación, iniciar una imparable carrera ascendente que culminará con la conquista de Valencia, la reunión con su familia y, como culminación de toda la primera trama, con el perdón real. En la segunda parte, la fortitudo le permitirá dar adecuada respuesta al ultraje inferido por los infantes, pues, aunque el Cid renuncia a una sangrienta venganza privada, no es menos contundente en su demanda de una reivindicación pública. Por lo tanto, al igual que sucedía con la sapientia, esta virtud se demuestra tan efectiva en la paz como en la guerra. No podía ser de otra forma en una ética, la del espíritu de frontera, que hacía especial hincapié en la valoración del esfuerzo personal y consideraba que los méritos personales debían de procurar una mejora social del individuo, aunque sin quebrantar el marco de la organización estamental.
Modelo heroico castellano
Este modelo heroico, pese a ser de raigambre clásica, singulariza al Cantar de mio Cid dentro del género épico castellano de la Edad Media. La mayoría de las obras que lo integran se muestran más propensas a los excesos de la venganza sangrienta que al comedimiento del Cid y, paradójicamente, se ocupan más de conflictos internos de poder dentro de los reinos cristianos que de la lucha contra los musulmanes, sea o no bajo los presupuestos de la Reconquista. Posiblemente, el Cantar ofrezca también una particular combinación de tradición y novedad en el plano formal, pero resulta difícil determinarlo con exactitud, pues ninguno de los poemas épicos presumiblemente anteriores al mismo se ha conservado en verso, siendo sólo conocidos por sus versiones en prosa incorporadas en las crónicas de los siglos XIII y XIV. En todo caso, es bastante probable que el Cantar de supusiese una marcada renovación del modelo tradicional, debido al patente influjo directo de la épica francesa y posiblemente también al de la historiografía latina coetánea.
La métrica
El componente en el que el Cantar de mio Cid parece acomodarse mejor a las convenciones genéricas de la épica medieval castellana es el de su sistema métrico. Éste se basa en versos largos con dos pausas, una final, que determina la frontera entre los distintos versos, y una interna o cesura, que separa las dos partes internas de cada verso o hemistiquios. Tanto los versos como sus hemistiquios carecen de una longitud regular, oscilando entre las nueve y las veinte sílabas, salvo muy raras excepciones (que suelen corresponder a problemas de transmisión textual), mientras que la mayoría de los versos se sitúa entre las catorce y las dieciséis sílabas. Por otra parte, tanta variabilidad indica que el verdadero fundamento de la prosodia épica no radica en el cómputo silábico, sino en el ritmo acentual, basado en la presencia de determinados acentos tónicos que actúan como apoyos rítmicos. El otro elemento esencial del sistema métrico épico es la rima asonante, que es la proporcionada por la coincidencia (a partir de la última sílaba acentuada) entre las vocales de las palabras con las que acaba el verso, independientemente de las consonantes. Sirvan de ejemplo los versos 23-24: “Antes de la noche, en Burgos d’él entró su carta / con grand recabdo e fuertemientre sellada” (subrayo las rimas). Más concretamente, en el Cantar de mio Cid el elemento fundamental para la rima es la última vocal tónica. En cuanto a la vocal final, sólo es pertinente si no es -e, de modo que, por ejemplo, pinar rima con mensaje. Es una excepción el caso de la ó, que rima con ú y ué y que puede ir seguida indistintamente por -e y por -o, así que Campeador, nombre, Alfonso, fuert y suyo riman entre sí.
Cuando varios versos seguidos comparten la misma rima constituyen una tirada o estrofa. La estrofa es de extensión irregular y no cumple una función homogénea. Del mismo modo que los versos épicos suelen ser una unidad de sentido, y apenas existe el encabalgamiento, la estrofa épica suele poseer unidad temática y presentar cierta autonomía. El cambio de rima (y por lo tanto de estrofa) no desempeña una única misión ni responde a leyes fijas. Lo normal es que cuando el poeta considera cerrado un aspecto de la narración (coincida o no con un episodio), inicie otra estrofa. Por ejemplo, la primera tirada narra la partida de Vivar; la segunda, el trayecto entre Vivar y Burgos y la tercera, la entrada en Burgos. Hasta aquí, cada estrofa refiere un episodio concreto, con cambio de escenario. Por contra, la parada en Burgos abarca dos estrofas, aunque cada una desarrolla un aspecto diferente. La tercera, ya citada, refiere la quejumbrosa acogida de los ciudadanos; la cuarta narra cómo, a pesar de su simpatía por el exiliado, los burgaleses no se atreven a contravenir la orden real que prohíbe hospedarlo, por lo que el Cid y los suyos deben acampar fuera de la ciudad, a orillas del río.
En otras ocasiones, el cambio de estrofa obedece a criterios más concretos. Por ejemplo, para referir la preparación, el desarrollo y el desenlace de una batalla. También se emplea para delimitar las intervenciones de los personajes, señalando el paso de la narración en tercera persona al discurso directo y viceversa, o bien, en un diálogo, el cambio de interlocutor. Otras veces la separación estrófica sirve para delimitar partes de la narración que interrumpen la relación lineal de los acontecimientos, técnica que puede llegar a desorientar al lector actual. Así sucede en las llamadas series gemelas, en las que una estrofa repite, de forma más detallada o con un enfoque algo distinto, el contenido de la antecedente. Es lo que sucede con las tiradas 72 y 73, que ofrecen dos versiones distintas de la convocatoria de tropas para el asedio de Valencia. En estos casos, se trata de una ampliación o complemento de lo ya dicho, no de una repetición del suceso narrado. En cambio, en las series paralelas se cuentan en estrofas consecutivas sucesos que en realidad son simultáneos. Por ejemplo, en las lides judiciales al final del poema, los combates de las tres parejas de contendientes se producen al mismo tiempo, pero el poeta los refiere sucesivamente, en tres estrofas distintas (tiradas 150-152).
Las tiradas se agrupan, en fin, en varias secciones llamadas cantares. El manuscrito conservado carece de cualquier indicación expresa de división interna, pero los propios versos del poema aluden a la misma. Justifica la división de los cantares primero y segundo el verso 1085: “Aquí•s’ compieça la gesta de mio Cid el de Bivar”, que acude a una típica fórmula para el inicio de una obra o de una sección de la misma y la propia Historia Roderici comienza exactamente igual: Hic incipit gesta de Roderici Campidocti (“Aquí comienza la historia de Rodrigo el Campeador”). La frontera entre el cantar segundo y el tercero la marcan los versos 2776-2777: “¡Las coplas d’este cantar, aquí•s’ van acabando, / el Criador vos vala con todos los sos santos!”, mientras que el verso 3730 cierra explícitamente el Cantar: “en este logar se acaba esta razón”. De este modo, el Cantar se compone de tres secciones, a las que Menéndez Pidal denominó Cantar del Destierro (vv. 1-1084), Cantar de las Bodas (vv. 1085-1277) y Cantar de la Afrenta de Corpes (vv. 2278-3730).
El sistema formular
Además de la organización métrica, el estilo épico tradicional proporciona seguramente al Cantar de mio Cid otro recurso característico: su sistema formular, es decir, el uso reiterado de determinadas frases hechas bajo ciertas condiciones métricas. No obstante, en este caso la seguridad es mucho menor que en el aspecto prosódico, porque las fórmulas del Cantar guardan estrecha relación con las de la épica francesa del siglo XII y porque, en muchos casos, no pueden derivar de los cantares de gesta anteriores, bien porque afectan a temas o aspectos no presentes en ellos, bien porque responden a novedades materiales o culturales de dicho período. Un ejemplo obvio es el del combate, cuya descripción, altamente estereotipada, responde a las innovaciones producidas en el manejo de la lanza en el tránsito de los siglos XI al XII. Esto resulta incompatible con poemas supuestamente compuestos en los siglos XI e incluso X, por lo que ha de admitirse o bien que el Cantar renueva su sistema formular en la línea de la épica francesa coetánea, o bien que los cantares castellanos previos fueron remozados a lo largo del siglo XII, antes de la composición del poema cidiano.
Propiamente, una fórmula es la expresión estereotipada de una misma idea que se repite dos o más veces a lo largo de un texto, llenando todo un hemistiquio y, si ocupa el segundo, proporcionando la palabra en rima. Por ejemplo, en los versos 2901: “¿Ó eres, Muño Gustioz, mio vassallo de pro?” y 3193: “A Martín Antolínez, mio vassallo de pro”. Cuando la expresión no se repite literalmente, sino con alguna modificación verbal, pero aun así es equivalente e intercambiable, se obtiene una variante de la fórmula, denominada locución formular. Es lo que ocurre en los versos 402, “a la Figueruela mio Cid iva posar”, y 415: “a la Sierra de Miedes ellos ivan posar”. Según estas modalidades, caben tres casos: que exista una fórmula sin locuciones formulares; que haya una fórmula acompañada de locuciones formulares y que existan sólo locuciones formulares, sin el modelo de una fórmula estricta. El conjunto de todas ellas y de sus formas de utilización configura el sistema formular de la obra. Este sistema opera en tres niveles: el de la composición, el de la constitución del texto y el de la recepción. En el primer nivel, las fórmulas son una ayuda para el poeta, pues le facilitan la obtención de la rima y la elaboración de episodios que abordan el mismo tema o uno parecido. Sin embargo, en el Cantar de mio Cid y en buena parte de la poesía épica medieval europea, la utilización de fórmulas no es un puro recurso mecánico para la composición, sino que cumple un papel estilístico en la constitución del texto, en virtud de factores como la armonía o el contraste con el tono de la escena, o como un determinado efecto fónico o rítmico. En cuanto a la recepción, ésta se hacía en la Edad Media básicamente de forma oral: el público oía recitar o cantar el poema. En tales condiciones, el uso de fórmulas cumple ante todo una misión práctica: ayudar al juglar a memorizar los versos épicos y facilitarle al auditorio la comprensión de la obra aumentando la redundancia. No obstante, satisface también una preferencia estética: el gusto por ver tratados determinados temas de una forma parecida.
Empleo de epítetos épicos
Un recurso vinculado al sistema formular es el empleo de epítetos épicos. Éstos consisten en expresiones más o menos fijas (aunque no siempre cumplen estrictamente los requisitos formulares) que se emplean para calificar o designar a determinado personaje, siempre positivo (los adversarios del Cid nunca reciben un epíteto épico). Éste puede estar constituido por un sustantivo en aposición al nombre propio o por un adjetivo u oración de relativo que lo califica. Frente al epíteto, tal y como lo define la retórica, el epíteto épico es especificativo y no meramente explicativo. En el Cantar de mio Cid es el héroe el que recibe mayor variedad de epítetos, por ejemplo, el Campeador contado o la barba vellida. Entre ellos destaca el epíteto astrológico, que se refiere al favorable influjo estelar en el momento del nacimiento del Cid y en el de su investidura caballeresca. Sus dos formas básicas son, respectivamente: el que en buen ora nasco y el que en buen ora cinxo espada. Casi todos los personajes cercanos al héroe reciben epítetos; entre otros, su esposa, Jimena, que es muger ondrada, y su lugarteniente, Álvar Fáñez, que es el bueno de Minaya o, en palabras del Cid, mio diestro braço (vv. 753 y 810). También el rey recibe epítetos, como el buen rey don Alfonso o rey ondrado.
La composición por tema
La utilización de patrones reiterativos en la presentación de determinados sucesos conduce a la composición por tema. Ésta implica la adopción de una estructura semejante a la hora de abordar episodios de contenido similar. Las distintas fases pueden referirse mediante un determinado conjunto de fórmulas, como en el citado caso del combate, pero en otros casos la expresión es más variable. Un ejemplo de esta modalidad son las embajadas que el Cid envía al rey, las cuales se desarrollan en siete momentos: encargo del Cid, partida del mensajero, viaje hasta la corte, presentación ante el rey, exposición del mensaje, respuesta del monarca y regreso del mensajero.
En estos casos, como en la mayor parte del Cantar de mio Cid, la narración es secuencial y sigue el orden cronológico de los acontecimientos. Ahora bien, como ya se ha visto al hablar de las series gemelas y paralelas, hay ocasiones en que el poema abandona ese procedimiento. La primera corresponde seguramente al inicio mismo del Cantar, en la medida en que puede suplirse el contenido de la hoja inicial perdida. En efecto, la parte desaparecida (no superior a cincuenta versos) era insuficiente para narrar todos los sucesos que conducen al destierro del Cid. Lo más probable es, pues, que el poema no comenzase por el inicio mismo de la historia, la embajada a Sevilla para recaudar los tributos adeudados, sino in medias res (en medio del asunto), cuando el héroe recibe la orden de exiliarse. Eso explica que los antecedentes de la acción se refieran, mediante una retrospección, en los versos 109-115. En relación con este procedimiento están las elipsis narrativas o supresión de aquellos momentos que se dan por sobrentendidos. Así ocurre, entre otros casos, cuando se anuncian sucesos que luego no se narran, porque su realización se da por supuesta y se considera superfluo referirlos. Por ejemplo, en los versos 820-825, el Cid encarga a Álvar Fáñez que pague mil misas en la catedral de Burgos y entregue el dinero sobrante a su familia. A su regreso, el Cid se alegra de que haya cumplido su encargo (vv. 931-932), aunque nada se había dicho al respecto al narrar las acciones de Álvar Fáñez en Castilla.
Otra situación en que se rompe el relato lineal de los acontecimientos es la narración de sucesos simultáneos. Además del caso de las lides judiciales, ya comentado, tal situación se ofrece en aquellas ocasiones en que el relato debe ocuparse de otro personaje, además de su héroe. Por ejemplo, cuando el Cid conquista Castejón mientras Minaya realiza la incursión por el valle del Henares; en las tres ocasiones en que el héroe envía sus mensajeros con regalos para el rey Alfonso o cuando éste en Castilla y el Cid en Valencia se preparan para acudir al lugar donde se va a producir su reconciliación. En algunos de estos casos (las embajadas primera y tercera) se omite lo relativo al héroe, pero en la mayoría se prefiere narrar tanto una rama de la historia como la otra. Se recurre entonces a la técnica de la alternancia o entrelazamiento, que consiste en referir en tramos sucesivos lo que en realidad ha ocurrido al mismo tiempo, marcando expresamente las transiciones de un tramo a otro. A veces se refuerza la distinción entre ellos haciendo coincidir tales transiciones con el cambio de estrofa, lo que da lugar a las citadas series paralelas.
La narración doble
Mayor complicación, al menos para el lector moderno, presenta otro recurso característico de la épica: la narración doble, es decir, referir dos veces los mismos sucesos. Existen dos modalidades, la retrospectiva y la prospectiva. La narración retrospectiva consiste en recapitular lo narrado justo antes. Este procedimiento se emplea en los versos de encadenamiento, aquellos que al principio de una estrofa recuerdan el final de la precedente, facilitándole al auditorio seguir el hilo de la historia. En cuanto a la modalidad prospectiva, consiste en narrar un episodio hasta un determinado punto, avanzando determinados sucesos, y a continuación referir de nuevo estos últimos, de forma más detallada o desde un punto de vista complementario. Así ocurre en el caso, ya visto, de las series gemelas, en las que el cambio de estrofa ayuda a identificar el alcance de la repetición.
Más problemático resulta identificar el uso de la narración doble en secuencias más extensas y que, por añadidura, no siempre coinciden con los límites estróficos. Eso es lo que sucede cuando el Cid le ofrece la libertad al conde de Barcelona, suceso que ocurre una sola vez, pero que se cuenta dos, poniendo en cada una el énfasis en distintos aspectos. Primero se produce una anticipación (tirada 60, vv. 1024-1027) y luego se vuelve sobre ella al hilo de la narración (en la tirada 62, vv. 1033-1035b). Más complejo es el caso del fin de las vistas del Tajo, en que el rey Alfonso perdona al Cid, pues se trata de una narración triple: la exposición original ocupa los versos 2094-2120; la primera repetición, los versos 2121-2130 y la segunda, los versos 2131-2165, tras el cual se recupera el hilo cronológico. Cada una de las repeticiones amplifica distintos aspectos de la versión inicial: la primera da nuevos detalles sobre la despedida del rey y el Cid, mientras que la segunda pone el énfasis en los acuerdos matrimoniales y la entrega de regalos con que el héroe se despide del monarca castellano y de su séquito.
Los tiempos verbales
Otro aspecto chocante para el lector actual es la variedad en el uso de los modos y tiempos verbales. En principio, cabe atribuirla al deseo de variedad, dado que, de otro modo, el autor se habría visto abocado a emplear únicamente el pretérito indefinido, propio de la narración en pasado. Sin embargo, esto, que podría justificar la aparición como forma verbal narrativa del presente histórico, resulta insuficiente para explicar la brusca alternancia de unos tiempos y otros. Un elemento importante a este respecto es la rima, puesto que la asonancia influye a la hora de seleccionar la desinencia verbal, lo que explica la adopción de tiempos que de otro modo resultarían incomprensibles. No obstante, los saltos temporales no se dan sólo en la rima. Por ello, resulta justificado pensar que el uso del verbo en el Cantar de mio Cid responde, junto a las constricciones de la rima y a consideraciones estrictamente temporales, a un componente aspectual, es decir, a la diferencia entre las acciones acabadas y las inconclusas, o entre las acciones puntuales y las prolongadas en el tiempo.
En suma, la libertad con la que se procede a la selección de los tiempos verbales responde a la actitud del narrador o autor implícito, entendiendo por tal la voz que, desde dentro del propio poema, se ocupa de referir los sucesos. En el Cantar de mio Cid aquél actúa como un narrador omnisciente, es decir, el que controla la totalidad de los sucesos narrados, como si contemplase la escena desde arriba y nada se le pudiese ocultar. En consecuencia, no adopta la perspectiva de un testigo presencial de los hechos (identificado o no con alguna de sus dramatis personae), que puede contar sólo lo que él ve directamente. Por el contrario, él siempre sabe más que cualquiera de los participantes en la trama y puede hablar de cualquiera de ellos con el mismo dominio de la situación. No transmite, pues, los sucesos desde un punto de vista limitado y concreto, sino que le proporciona al auditorio una información general, independientemente de lo que sepa cada personaje por separado. Esta falta de perspectivismo no significa una ausencia de focalización, ya que el narrador no se centra únicamente en el héroe, por más que éste constituya su objetivo fundamental. Por el contrario, otros personajes pueden ocupar, aunque sea temporalmente, el foco central de la narración. De ahí los casos ya comentados de entrelazamiento y de series paralelas.
La perspectiva del narrador
Un resultado combinado de la omnisciencia del narrador y de su actitud tanto hacia lo que cuenta como hacia sus destinatarios es el uso de la ironía dramática. Ésta consiste en suministrar al lector u oyente más datos de los que poseen los propios actores, lo cual crea un contraste entre sus expectativas y las del público. Dependiendo del caso, ese contraste puede generar comicidad o tensión dramática. En el Cantar de mio Cid sucede más bien lo segundo, por ejemplo, cuando los infantes de Carrión salen de Valencia con las hijas del Cid, pues éste no conoce los planes de venganza de sus yernos, pero el auditorio sí, por lo que asiste impotente al engaño. En todo caso, este uso de la ironía dramática no significa que el narrador rehuya el humorismo. Por el contrario, en determinadas ocasiones la voz narrativa adopta un tono deliberadamente irónico para recrear situaciones cómicas. Así sucede en el empeño de las arcas de arena a Rachel y Vidas, en la escena de la prisión y libertad del conde de Barcelona o en la escapatoria del león en Valencia.
Esto indica que el narrador del Cantar de mio Cid no adopta una posición neutral. Antes bien, se muestra siempre favorable a su héroe, y no tiene reparo en calificar de follón o fanfarrón al conde de Barcelona ni de llamar con frecuencia malos a los infantes de Carrión; eso sí, sólo después de haber fraguado su innoble plan de venganza contra el Cid, pues antes hubiese sido improcedente. De todos modos, su actitud hacia lo narrado se expresa a veces de forma menos explícita, aunque no menos efectiva, sobre todo mediante exclamaciones que muestran su complicidad con el héroe y los suyos. Por ejemplo, cuando se hace partícipe de su júbilo en los versos 1305-1306: “¡Dios, qué alegre era todo cristianismo, / que en tierras de Valencia señor avié obispo!”. Esta expresión puede revestir carácter formular. Otra forma en la que el narrador demuestra su falta de neutralidad consiste en prescindir de la tercera persona (cuyo uso regular es propio de la narración impersonal desde una postura omnisciente), a fin de comparecer directamente ante el auditorio, bien para dirigirse a él en segunda persona, bien para presentarse ante él con la primera.
Ambos procedimientos se emplean ante todo con función demarcativa y son en buena parte formulares. No obstante, incluso en estos casos se favorece el acercamiento del auditorio a la narración, efecto facilitado por el hecho de que, en la recitación pública, el juglar encarna ante los oyentes a ese narrador que apela así a su connivencia. De todos modos, a veces se busca este efecto de forma más expresiva. Así sucede cuando el narrador, a fin de despertar la admiración de su auditorio por las fiestas que se celebran en Valencia para las bodas de las hijas del Cid, le dice directamente: “sabor abriedes de ser e de comer en el palacio” (v. 2208). Un caso especial de esta actitud lo constituye el momento en que los infantes de Carrión planean la afrenta de Corpes. Entonces el narrador se desmarca tajantemente de ellos e invita al público a hacer lo mismo: “Amos salieron a part, ¡veramientre son hermanos!, / d’esto qu’ellos fablaron nós parte non ayamos” (vv. 2538-2539). Con este recurso excepcional el autor demuestra su maestría técnica y su capacidad de innovar los recursos procedentes de la tradición.
La caracterización de los personajes
A pesar de su omnisciencia, el narrador no practica su capacidad de introspección, es decir, casi nunca revela directamente los pensamientos de sus personajes, una actitud frecuente en el narrador omnisciente de tipo tradicional. Además, pese a no adoptar una posición neutral, como se acaba de ver, tampoco efectúa normalmente la etopeya o descripción moral de sus figuras, aunque parte de los epítetos épicos aludan a las cualidades de sus destinatarios. En consecuencia, la caracterización de los personajes se efectúa básicamente mediante dos recursos: lo que el narrador nos dice sobre ellos (sus acciones) y lo que ellos mismos dicen (sus palabras). Esto hace que las intervenciones directas de los personajes sean muy numerosas y que la proporción del diálogo frente a la narración sea en el Cantar de mio Cid una de las más altas de la literatura medieval.
A la hora de reproducir las palabras de los personajes, el narrador se vale de tres posibilidades: el discurso directo o transcripción de las propias palabras de los personajes; el discurso indirecto o resumen por parte del narrador de lo que dice y, excepcionalmente, de lo que piensa un personaje, y el discurso indirecto libre, semejante al anterior, pero sin subordinación sintáctica de la intervención del personaje. En cuanto a la expresión de cada personaje, lo fundamental no es su forma lingüística, ya que no hay una individualización en ese plano, sino el contenido. En general, los actores emplean el mismo registro que el narrador y la única diferencia notable es que aquéllos no presentan la libertad de uso de los tiempos verbales de la que se vale éste. Tal distinción parece deberse a que la voz narradora posee unas necesidades expresivas más complejas que las de sus figuras, las cuales sólo necesitan referirse al contexto inmediato, sin tener en cuenta los criterios de variedad estilística y de atención a los matices aspectuales que, como se ha visto, operan en la narración. Tampoco se personaliza la forma de hablar de unos personajes en relación con los demás. Tan sólo puede advertirse que el juramento por Sant Esidro (San Isidoro) es exclusivo del rey Alfonso, lo que constituye un eco de la histórica devoción del monarca a dicho santo, y que los musulmanes (excepto el más romanizado Avengalvón) no emplean nunca el tratamiento de vos, sino el de tú, inesperado rasgo de verosimilitud lingüística que refleja la forma de hablar romance de los andalusíes, imitando el uso árabe, lengua en la que no existe (salvo en algunos casos de máxima solemnidad) el uso del plural de cortesía.
Lo que distingue, pues, a cada personaje es lo que dice, no cómo lo dice. Son sus actitudes, intenciones y deseos los que permiten caracterizarlo. En este terreno, apenas hay lugar para la ambigüedad: básicamente hay figuras positivas y negativas, según apoyen al Cid o se le opongan. Sin embargo, no se produce un reparto mecánico de virtudes y defectos entre ambos polos, y las presentaciones de unos y otros siempre poseen matices propios. Por ejemplo, el conde de Barcelona, los infantes de Carrión y Garcí Ordóñez poseen en común su orgullo cortesano y su desprecio del Cid, pero cada uno tiene sus peculiaridades. El conde es un fanfarrón, pero también sabe emplearse bien en el campo de batalla y, aunque ridiculizado, no ofrece una impresión tan negativa como los infantes. Éstos aparecen como interesados, falsos y cobardes, y son sin duda los personajes de peor catadura moral que aparecen en el Cantar, algo que la propia voz del narrador subraya, como se ha visto. En cuanto a Garcí Ordóñez, intenta desprestigiar al héroe, pero es él quien queda burlado.
De forma correlativa, el Cid tampoco trata igual a cada uno de ellos. Tanto con el conde como con Ordóñez emplea la ironía, pero en el primer caso contiene una burla amable, mientras que en el segundo está cargada de displicencia. En cambio, por los infantes, después del sincero aprecio que les había mostrado en Valencia, manifiesta un profundo desprecio, que le lleva a motejarlos de canes traidores (v. 3263). La relación del héroe con sus yernos, que pasa de la desconfianza al apego y de éste al absoluto rechazo, muestra además que los personajes del Cantar admiten una evolución. El caso más patente es del rey Alfonso, que paulatinamente abandona su enojo inicial, hasta sentir un profundo afecto por el Cid, al que admira tanto que llega a decir ante los miembros de su corte: “¡Maguer que a algunos pesa, mejor sodes que nós!” (v. 3116). En general, puede decirse que la caracterización de los personajes es bastante matizada y en particular la del Cid, capaz de mostrar el dolor y la alegría de sus afectos familiares, la decisión y la duda en sus planes militares, el compañerismo con sus hombres y la solemnidad ante la corte e incluso, algo raro en un héroe épico, un abierto sentido del humor, no sólo en su encuentro con el conde de Barcelona, sino, entre otros ejemplos, cuando persigue al rey Bucar.
La ausencia de descripciones psicológicas que hace recaer el peso de la caracterización en las acciones y palabras de los personajes no es un caso aislado. Forma parte de la parquedad descriptiva que, en general, presenta el Cantar de mio Cid, comenzando por la propia apariencia física de los personajes, de ninguno de los cuales se da una prosopografía o descripción completa. Las figuras de las que se ofrecen más datos, con ser muy escasos, son las hijas del Cid. Cuando ellas y su madre, Jimena, se hallan en la torre del alcázar de Valencia, contemplando el señorío ganado por el Cid, se nos dice de ellas que “ojos vellidos catan a todas partes” (v. 1612). Además de la hermosura de sus ojos, sabemos por boca del héroe que sus hijas son “tan blancas commo el sol” (v. 2333). La comparación es formular, y se aplica casi igual a unas lorigas (v. 3074), a una camisa (v. 3087) y a una cofia (v. 3493). Esto podría hacer pensar en un recurso descriptivo puramente mecánico y, por ello, carente de auténtico significado. Sin embargo, las connotaciones de esta locución formular son tan positivas y su uso tan escaso que le permiten ponderar la correspondiente excelencia en cada uno de los casos.
Del propio Cid sólo se dice que lleva desde el principio una frondosa barba, la cual llega luego a ser notablemente larga, a causa de su juramento de no cortársela hasta haber recuperado el favor real. Ese rasgo resulta tan característico del héroe que a menudo recibe un epíteto épico alusivo, con variantes como el de la luenga barba o el de la barba grant, e incluso las de barba tan conplida o la barba vellida, en las que se recurre a la sinécdoque o uso de la parte por el todo. En contraste con la barba impoluta del héroe, su enemigo malo Garcí Ordóñez, lleva la suya desigual, debido a que el Cid se la mesó, arrancándole un mechón de pelo. Éste acto era una grave afrenta en la Edad Media y en los fueros estaba equiparado a la castración, pero el hecho de que Garcí Ordóñez no se haya atrevido a exigirle al Cid reparación del ultraje significaba, para la mentalidad de la época, que él mismo era el responsable de su deshonra. El contraste entre ambas barbas, la del héroe y la de su antagonista, es un símbolo de la diferencia de sus respectivos honores: en plenitud el del Cid, menguado el de Garcí Ordóñez. En cuanto a los infantes de Carrión, aunque no se ofrezcan rasgos concretos, se dice, por boca de Pero Vermúez, que son bien parecidos, aunque en su caso eso no compense, sino que agrave sus notorios defectos: “e eres fermoso, mas mal varragán / ¡Lengua sin manos, cuémo osas fablar!” (vv. 3327-3328). Un último detalle corresponde a don Jerónimo, quien, conforme a su condición clerical, está coronado (tonsurado).
Las descripciones
Estos casos indican que las escasas descripciones del Cantar de mio Cid suelen desempeñar una determinada misión y no son puramente ornamentales. Lo mismo sucede con los objetos, de modo que, cuando algo se describe, suele ser para realzarlo y normalmente también para hacer resaltar a su poseedor. Ya se ha visto el caso de la loriga, la camisa y la cofia del Cid, que reciben la misma fórmula ponderativa que sus hijas. En este campo, pueden señalarse dos procedimientos. Uno de ellos consiste en destacar la bondad del elemento descrito, pero sin dar detalles específicos. Así, se alude con frecuencia a los buenos cavallos, como es propio de un poema que exalta las proezas de unos caballeros. Se trata, como se ha visto, de un uso formular. Por ello se califica de igual modo a los vestidos, por ejemplo, cuando el Cid libera al conde de Barcelona y, para enviarlo como corresponde a alguien de su rango y mostrar su generosidad, “Danle tres palafrés muy bien ensellados / e buenas vestiduras de pelliçones e de mantos” (vv. 1064-1065).
En otras ocasiones, en cambio, se ofrece algún dato descriptivo más concreto. Unas veces junto a la valoración: “tanta buena espada con toda guarnizón” (v. 3244), pero otras sin ella: “¡Cuál lidia bien sobre exorado arzón!” (v. 733). En estos casos, se confía en que la propia calidad del material indicado será suficiente para provocar el efecto deseado; de ahí la frecuencia con que entonces se alude al oro: “Saca las espadas e relumbra toda la cort, / las maçanas e los arriazes todos d’oro son” (vv. 3177-3178). En el terreno de las descripciones suntuarias, destaca la detallada presentación de la magnífica indumentaria del Cid para comparecer ante las cortes en que se va a juzgar a los infantes. El héroe se viste para la ocasión de ropas de primera calidad, cuyos ricos materiales y perfecto corte deben garantizar la respetuosa admiración de todos los asistentes: “en él abrién que ver cuantos que ý son” (v. 3100). En otras ocasiones las connotaciones positivas se expresan de modo más velado y sutil. Por ejemplo, cuando, al acabar la batalla se señala que el Cid trae “la cofia fronzida” (vv. 789 y 2437) o “la cara fronzida” (vv. 1744 y 2436), ese detalle no es en absoluto trivial. Tanto la cofia como la piel del héroe muestran las marcas dejadas durante el combate por las mallas de la pesada loriga y constituyen la prueba visible del esfuerzo desarrollado por el héroe en el campo de batalla.
Otra forma en la que el Cantar de mio Cid realza la funcionalidad de las descripciones es mediante la creación de determinados paralelismos. Éstos podrían, en principio, obedecer meramente a la repetición formular. Sin embargo, ya se ha indicado que en este poema las fórmulas no suelen usarse de modo puramente mecánico. Si a ello se añade que a veces el parecido es sólo general, queda claro que no se debe a una reiteración trivial, sino a la búsqueda de un determinado efecto estético. La utilización de este tipo de paralelismos o, por el contrario, de determinados contrastes es una de las constantes estilísticas del Cantar. Por ejemplo, cuando el héroe se encuentra con el rey junto al Tajo para recibir su perdón, primero se postra ante él y le besa en los pies, en señal de máximo acatamiento; después se pone de rodillas y le besa las manos, símbolo jurídico de la infeudación; por último, se levanta y lo besa en la boca, gesto de amistad (vv. 2020-2040). Pues bien, esos tres momentos reproducen en cierto modo toda la trayectoria del Cid en el destierro: el abatimiento inicial, las victorias subsiguientes y, por último, la consecución de un señorío propio, en una situación que lo hace estar casi a la par del rey, al igual que ahora está cara a cara ante él. Además, esas tres posturas y los correspondientes besos pueden relacionarse también con el paulatino acercamiento al monarca que consiguen las tres dádivas que el Cid le envía: con la primera, sólo logra una aceptación distante, sin contrapartidas; con la segunda, una recepción cordial y el permiso para que su familia se reúna con él en Valencia; con la tercera, una aceptación jubilosa y la concesión del perdón.
Principios semejantes actúan al principio del poema, cuando a las puertas que el Cid deja abiertas en Vivar, muda expresión del abandono de su hogar, les suceden las puertas que halla cerradas en Burgos y le impiden acceder a su posada. Ambas contrastan en su apariencia, pero no en su significado: el absoluto desamparo del héroe condenado al exilio. En cambio, las puertas abiertas que poco después lo recibirán en el monasterio de Cardeña, aunque puedan coincidir con el aspecto de las que había dejado en Vivar, tienen un sentido diametralmente opuesto, pues representan la hospitalidad y el auxilio de los monjes, y además un nuevo hogar, aunque transitorio, para su familia. De un modo similar, la entrada en escena de los infantes de Carrión recuerda, por diversos detalles, la presentación que antes habían tenido los usureros Rachel y Vidas. Este parecido no es casual, pues ambas parejas de personajes pretenden aprovecharse del Cid, los logreros en su desgracia y los aristócratas en su prosperidad, sin participar del esfuerzo y de la solidaridad de grupo que justifican la posesión y el disfrute de la riqueza desde la propia ética del poema. Estos juegos de contrastes y semejanzas remiten así de unos pasajes a otros de la obra, contribuyendo a dar una sensación de coherencia y de perfecto ensamblaje que revierte en la plenitud de la construcción poética del Cantar de mio Cid.
El lenguaje culto
Otro factor importante en ese plano es cierta solemnidad de estilo. Según la perspectiva medieval, a la poesía épica, que se ocupa de temas elevados, le corresponde igualmente una expresión elevada: el estilo sublime o grave. En el Cantar esa elevación se consigue probablemente con el tono arcaico de su lengua, según la caracterización que hizo de la misma Menéndez Pidal. En realidad no hay completa seguridad al respecto, debido a la escasez de textos romances del siglo XII, que impide precisar si lo que parecen arcaísmos lo eran realmente al filo de 1200. En todo caso, otros rasgos contribuyen a ese mismo efecto. Entre ellos puede destacarse el uso de ciertos cultismos inspirados por el latín eclesiástico o por el judicial, como criminal (calumnia), monumento (sepulcro), tus (incienso), virtos (ejército) o vocación (advocación). Por supuesto, destaca también el uso de los tecnicismos bélicos, como almófar (capucha de la loriga), arrobda (patrulla), art (ardid o truco bélico), az (fila de soldados), belmez (túnica acolchada llevada bajo la loriga), compaña (mesnada, ejército), fierro (punta de la lanza), huesa (bota alta) o loriga (cota de mallas).
Dado que el uso de este vocabulario es natural en un poema que relata las hazañas de un guerrero, resulta más distintivo el abundante y correcto empleo de la terminología legal, no sólo en la escena judicial al final de la obra, sino en su conjunto. A parte de los latinsimos ya vistos, pueden recordarse voces como alcalde (en el sentido antiguo de juez), entención (alegato en un juicio), juvizio (juicio y sentencia), manfestar (confesión de un delito), rencura (querella civil o criminal) o riepto (acusación formal y desafío judicial). En relación con estos términos puede ponerse el uso de parejas de sinónimos y el de parejas inclusivas, un tipo de expresiones que resulta algo sorprendente en un texto poético, pero que en un texto jurídico vienen exigidas por la necesidad de máxima precisión. Las primeras consisten en referirse a un mismo referente empleando dos términos equivalentes, si bien cada uno de ellos suele incorporar un matiz específico, como en a rey e a señor, pensó e comidió o a ondra e a bendición (en referencia al matrimonio legítimo). Las segundas se emplean para expresar la totalidad de algo mediante la suma de sus partes complementarias: grandes e chicos o moros e cristianos (toda clase de gente), nin mugier nin varón (ninguna clase de persona), el oro e la plata (toda clase de riqueza), en yermo o en poblado (en toda clase de sitio) o de noch e de día (en todo momento).
Otro tipo de locuciones característico del poema lo constituyen las frases físicas, aquellas que expresan, de forma redundante, el órgano que realiza la acción, lo que las dota de cierto énfasis gestual. Por ejemplo “plorando de los ojos, tanto avién el dolor” (v. 18) o “de la su boca compeçó de fablar” (v. 1456). Cabe la posibilidad de que estas expresiones fuesen reforzadas por la mímica del juglar durante su recitación, pero es más probable que, por el contrario, su propia plasticidad le dispensase de ello. Además, resulta difícil imaginar como podría el recitador traducir dichas expresiones gestualmente, salvo con muecas muy exageradas, impropias de la citada solemnidad característica de la épica. Más obvio es el caso de la entonación, que se reflejaría claramente en la ejecución oral del poema. Ya se ha visto antes el uso retórico de la exclamación y de la interrogación por parte del narrador. Ambas entonaciones se emplean igualmente en las intervenciones de los personajes, dentro de la variedad normal de situaciones expresivas, junto al tono enunciativo habitual. Mención especial merece el uso, típicamente bélico, del grito de guerra: “Los moros llaman -¡Mafómat!- e los cristianos -¡Santi Yagüe!-” (v. 731). También se ha de destacar el impresionante uso de las preguntas retóricas por parte del Cid en su acusación solemne de los infantes ante las cortes de Toledo, parlamento que acaba, de modo muy patético, con las siguientes palabras: “Cuando las non queriedes, ya canes traidores, / ¿por qué las sacávades de Valencia, sus honores? / ¿A qué las firiestes a cinchas e a espolones?” (vv. 3263-3265).
El Cantar y los juglares
Sin duda, los juglares pondrían buen cuidado en dar la entonación debida, entre grave y desgarrada, a esta intervención del Cid. De todos modos, muy poco es lo que se sabe sobre la forma concreta en que efectuaban sus recitaciones. Por el colofón juglaresco del manuscrito, consta que el Cantar de mio Cid se leía a veces en voz alta. Sin embargo, lo más frecuente debía de ser que se recitase de memoria y salmodiado con algún tipo de música, que algunos investigadores modernos han supuesto, aunque sin mucha base, que fuese la del canto gregoriano. Esta recitación podía hacerse en público, en una calle o plaza, actuando tanto por la voluntad de los viandantes como a expensas de los concejos, que los contrataban para alegrar las fiestas locales. Pero también era usual que el juglar actuase en privado, por ejemplo para los asistentes a una boda, bautizo u otra fiesta familiar. En el caso de las personas acaudaladas, era usual que hubiese juglares amenizándoles la sobremesa.
La extensión del Cantar de mio Cid hace casi bastante difícil, aunque no imposible, que se ejecutase completo de una sola vez. Seguramente, lo máximo que se recitaría en cada sesión sería uno de los tres cantares en que se divide, y en muchos casos se salmodiarían sólo algunos de los episodios, posiblemente los más apreciados por el auditorio. Podría conjeturarse cuáles serían estos en virtud del tema y del tono, pero la verdad es que no hay ningún dato que permita tener la menor seguridad al respecto. Únicamente el romance viejo del rey moro que perdió Valencia (“Helo, helo por do viene / el moro por la calzada”) permite aventurar que la persecución del rey Bucar gozó del especiar favor del público. En cuanto a su interpretación, resulta posible que el juglar subrayase con determinados gestos (del rostro, de los brazos o de las piernas) diversos aspectos de la narración. Sin embargo, parece más bien que la actuación juglaresca consistía en una recitación bastante hierática, en la que el uso de un instrumento musical tocado con ambas manos impedía una marcada dramatización. Algo que, por lo demás, no resulta realmente necesario en una obra que, como se ha visto a propósito de las frase físicas, resulta suficientemente expresiva de por sí.
Como es habitual en una obra de difusión eminentemente oral, es difícil saber qué éxito alcanzó en su época el Cantar de mio Cid. Sin embargo, diversos indicios apuntan a que éste fue notable y duradero, y no cabe duda de que constituyó el jalón fundamental de la consagración literaria del Cid. Considerado por el canon actual como el primer clásico de la literatura española, el Cantar sigue atrayendo la atención, no sólo de los especialistas, sino del público culto en general.
Autor: Alberto Montaner Frutos
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