LOS CLÁSICOS INFANTILES Y JUVENILES
En la primera parte del año definimos qué es la literatura infantil y conocimos sus orígenes. A partir de agosto, nos dedicaremos a conocer a los autores más importantes de la literatura infantil argentina y contemporánea, y a analizar sus problemática.
En este período de receso forzado, ustedes van a trabajar con un conjunto de obras que ocupan un lugar intermedio: son clásicas, pero ya no pertenecen a la tradición oral sino que tienen autor conocido y por lo tanto es posible encontrar en ellas otro tipo de características. Para sus análisis vamos a seguir el modelo propuesto por Gemma LLuch en su libro “Cómo analizamos relatos infantiles y juveniles”, en particular la primera parte “Propuesta teórica. Un análisis en tres fases”. El trabajo será individual y al recomenzar las clases, cada alumno presentará brevemente el libro elegido a sus compañeros, en forma oral.
TRABAJO PRÁCTICO: CLÁSICOS INFANTILES Y JUVENILES
En su aproximación al tema, Marc Soriano define al clásico para niños como aquella obra “tan hermosa, tan famosa y tan ajustada a los gustos y necesidades del niño que jamás se la explica en clase”. Se trata de textos que a lo largo de la historia se hicieron un lugar en la consideración de los lectores infantiles, que gustan de ellos en toda época y latitud, aun cuando muchos no fueron escritos para ese público en particular.
Las condiciones del mercado editorial, que encontró en ellos una cantera para comercializar todo tipo de adaptaciones, y el uso que de esos textos realizaron otros medios de comunicación como el cine y la televisión, convirtieron a los clásicos en lugares comunes por ser muy citados en nuestra cultura. Pero, en realidad, son perfectos desconocidos, ya que nadie los leyó en su forma original. Si bien es cierto que no siempre la forma original es asequible para el niño del siglo XXI, el docente, encargado de seleccionar y valorizar los textos que propone a sus alumnos, no puede delegar en los vendedores de libros la decisión acerca de qué texto, fragmento o versión del mismo resulta adecuado para su trabajo en la clase.
Entre las definiciones que Ítalo Calvino propone de los clásicos (en general, no sólo infantiles) tomaremos una:
“Los clásicos son esos libros que nos han llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente en el lenguaje o en las costumbres).”
En estas palabras se pone evidencia la fuerza que los clásicos tienen, ya que su influencia atraviesa nuestra vida social y establece vínculos con las más variadas manifestaciones artísticas y culturales, ya que forman parte del inconsciente colectivo. Su lectura permite revelar estas influencias.
“Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos, resultan al leerlos de verdad”, agrega Calvino. Uno de los objetivos de este trabajo es que pasen ustedes por esa experiencia.
A- Seleccionar un libro entre los que aparecen en la siguiente lista (acordar con los compañeros para que no se repita ninguna):
1- Robinson Crusoe, de Daniel Defoe.
2- Las mil y una noches, de autor anónimo (selección de siete o más cuentos, incluyendo la historia marco de Sherezade).
3- Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi.
4- Cinco niños y eso, de Edit Nesbit.
5- El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlöf.
6- Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll.
7- Tom Sawyer o Huckleberry Finn, de Mark Twain.
8- Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift .
9- La isla misteriosa; 20.000 leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne.
10- La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson.
11- Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas.
12- Peter Pan, de James Barrie.
13- Mujercitas, de Louise May Alcott.
14- El hobbit, de J. R. R. Tolkien.
15- Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis.
16- El mago de Oz, de L. Frank Baum.
Si tienen dudas acerca de alguna obra, me pueden consultar. Es importante que lean una versión completa, así que tendrán que hacer un trabajo de búsqueda. En el último caso, si no la consiguen, yo tengo casi todas las obras, puedo prestárselas para fotocopiar. También pueden proponer otro texto con las mismas características.
B- Realizar un trabajo de contextualización de la obra, siguiendo las dos primeras fases del modelo propuesto por Lluch: El análisis del contexto (El contexto comunicativo, Los actores de la comunicación y Una mirada al mundo: la ideología) y Los paratextos. La tercera parte la desarrollaremos en clase.
Entre el material a fotocopiar, encontrarán un capítulo llamado contar historias en el siglo XIX”. Contiene un ejemplo de aplicación del análisis. Léanlo para orientarse mejor.
C- Escribir una síntesis de la obra.
D- Escribir una conclusión sobre la experiencia de esta lectura, el interés que despertó la obra, una propuesta para trabajarla en el aula, ya sea completa o un fragmento (especificarlo), recomendación para los compañeros.
Les agrego un artículo que leí ayer y creo les puede ser útil, ya que se refiere al niño en la historia.
Para las consultas, mi dirección de correo-e es estelacenteno@speedy.com.ar
Para facilitar la comunicación, emplearemos también el sitio http://www.elsilenciozahori.blogspot.com .
La fecha de entrega del trabajo es al regreso de las vacaciones, el 7.
Cuídense, saludos y buenas vacaciones.
viernes, 10 de julio de 2009
LITERATURA INFANTIL
TRABAJO PRÁCTICO COMPLEMENTARIO
Quienes no aprobaron el parcial, deberán entregar este trabajo domiciliario que implica una relectura y análisis de la bibliografía, y funcionará como instancia para poder aprobar el cuatrimestre.
Deberán entregarlo Laura Salguero y Pablo Rojas. Como se trata de una suerte de parcial domiciliario, deben enviarlo a la mayor brevedad posible por correo electrónico: estelacenteno@speedy.com.ar
1- Redacte un texto explicativo en el que defina la literatura infantil, incluyendo los conceptos propuestos por María Adelia Díaz Rönner (cara y cruz de la literatura infantil) y Terry Eagleton (Una introducción a la teoría literaria).
2- A partir de lo expuesto en los textos de Valentina Pisanty (Cómo se lee un cuento popular) y Hugo Bauzá (Qué es un mito), señale cuáles son los elementos en común y las diferencias entre cuento popular y mito.
3- Sintetice la mirada valorativa que el psicoanálisis realiza sobre los cuentos maravillosos (Bruno Bettelheim: Psicoanálisis de los cuentos de hadas y Joseph Campbell: El héroe de las mil caras. Establezca relaciones entre estos puntos de vista.
Quienes no aprobaron el parcial, deberán entregar este trabajo domiciliario que implica una relectura y análisis de la bibliografía, y funcionará como instancia para poder aprobar el cuatrimestre.
Deberán entregarlo Laura Salguero y Pablo Rojas. Como se trata de una suerte de parcial domiciliario, deben enviarlo a la mayor brevedad posible por correo electrónico: estelacenteno@speedy.com.ar
1- Redacte un texto explicativo en el que defina la literatura infantil, incluyendo los conceptos propuestos por María Adelia Díaz Rönner (cara y cruz de la literatura infantil) y Terry Eagleton (Una introducción a la teoría literaria).
2- A partir de lo expuesto en los textos de Valentina Pisanty (Cómo se lee un cuento popular) y Hugo Bauzá (Qué es un mito), señale cuáles son los elementos en común y las diferencias entre cuento popular y mito.
3- Sintetice la mirada valorativa que el psicoanálisis realiza sobre los cuentos maravillosos (Bruno Bettelheim: Psicoanálisis de los cuentos de hadas y Joseph Campbell: El héroe de las mil caras. Establezca relaciones entre estos puntos de vista.
miércoles, 8 de julio de 2009
ESCUELA DE ARTE
TALLER DE TEXTO P.A.V.
TALLER DE TEXTO P.A.V.
TRABAJO PRÁCTICO COMPLEMENTARIO
Como algunos alumnos no aprobaron el parcial, este trabajo domiciliario que implica una relectura y análisis de la bibliografía, funcionará como instancia para poder aprobar el cuatrimestre.
Deberán entregarlo Aguirre, Asín, Farías, Giles, Heredia, Licera y Cobello. Como se trata de una suerte de parcial domiciliario, deben enviarlo a la mayor brevedad posible por correo electrónico: estelacenteno@speedy.com.ar
1- Redacte un texto explicativo en el que defina la literatura infantil, incluyendo los conceptos propuestos por María Adelia Díaz Rönner (cara y cruz de la literatura infantil) y Terry Eagleton (Una introducción a la teoría literaria).
2- A partir de lo expuesto en los textos de Valentina Pisanty (Cómo se lee un cuento popular) y Hugo Bauzá (Qué es un mito), señale cuáles son los elementos en común y las diferencias entre cuento popular y mito.
3- Sintetice la mirada valorativa que el psicoanálisis realiza sobre los cuentos maravillosos (Bruno Bettelheim: Psicoanálisis de los cuentos de hadas y Joseph Campbell: El héroe de las mil caras. Establezca relaciones entre estos puntos de vista.
martes, 7 de julio de 2009
BIBLOGRAFIA (3)
Tres consideraciones sobre el Cantar de Mio Cid
Tres consideraciones sobre el Cantar de Mio Cid
Prof. Vilma Haydée Arovich de Bogado
I. Algunas reflexiones sobre las teorías relativas a la génesis de la composición
Una abrumadora bibliografía aborda la problemática de la génesis del Cantar de Mio Cid: si se compuso en fecha temprana o tardía, si las fuentes utilizadas fueron orales o escritas, populares o cultas, si es producto de un autor o de varios. Esta problemática que aún no ha sido definitivamente resuelta ha desatado apasionadas polémicas.
Entre las diversas cuestiones enunciadas existe una estrecha conexión, y las propuestas para resolverlas conforman universos sistémicos, de modo que quienes se inclinan por una fecha temprana, generalmente postulan fuentes orales y pluralidad de autoría, en cambio, los que proponen una fecha tardía, señalan, a la vez, fuentes cultas y escritas y un único autor. También debemos tener en cuenta que están quienes adoptan posturas intermedias y tratan de conciliar ambas corrientes.
En los intentos por aportar una respuesta, se ha echado mano del único códice conservado, que pertenece al siglo XIV y actualmente se halla depositado en la Biblioteca Nacional de Madrid; también se ha recurrido a relatos cidianos como la Historia Roderici y a documentos que hacen referencia a la gesta de Rodrigo Díaz de Vivar, tal por ejemplo la Crónica de Veinte Reyes, la Primera Crónica General, la Crónica Particular de Cid, entre otros.
Podemos ver entonces que se utilizaron las mismas fuentes documentales y sin embargo, se realizaron diferentes lecturas e interpretaciones que en las propuestas de solución de los aspectos arriba expuestos determinaron en el siglo XX dos corrientes fundamentales en relación con los estudios épicos y cidianos: una, que se ha identificado a sí misma como neotradicionalista, fue iniciada por Ramón Menéndez Pidal quien la expuso entre 1910 y 1911, y tuvo mucha fuerza hasta los años setenta. La otra, denominada individualista, fue dada a conocer por Joseph Bédier entre 1908-1913 en relación con los orígenes de la épica francesa, ha adquirido renovada fuerza en los últimos años y está representada, entre otros, por Colin Smith e Irene Zaderenko.
Ambas teorías se expusieron a principios del siglo XX, cuando aún era muy marcada la consideración de raíz romántica, corriente en el siglo XIX, de que el fundamento de las nacionalidades debía buscarse en las grandes obras de la literatura (H.R. Jauss, 1976: 133; B. Sarlo, 1995: 115-116). Así lo expresaba Gaston Paris en su clase inaugural en el Collège de France el 8 de diciembre de 1870, cuando tropas alemanas cercaban París: “Tous ces traits, messieurs, concourent à donner à la Chanson de Roland son caractère grandiose, à en faire un monument incomparable, non seulement de notre poésie, mais de notre nationalité”(1913: 111).
Leemos conceptos similares en Ramón Menéndez Pidal refiriéndose al Cantar de Mio Cid: “Así el primer monumento literario conservado en España ostenta, en su espíritu, estilo y ejecución, un fuerte sello de raza que de ningún modo perjudica a su interés más general...” (1959: 105). Las expresiones como “sello de raza” y “monumento” de la literatura española nos remiten a la ideología sustentada por Gaston Paris.
Creo advertir una interferencia de sentimientos patrióticos, similar a la que se desprende de los fragmentos transcriptos, tanto en la tesis individualista de Jodeph Bédier como en la neotradicionalista iniciada por el mismo Ramón Menéndez Pidal. En el primero de ellos, cuando se niega a aceptar los orígenes germánicos de la epopeya francesa porque sostiene que admitirlos equivaldría a entregar la Chanson de Roland a los germanos (comentado por Ramón Menéndez Pidal, 1959 b: 14-15). En el segundo, cuando afirma que los cantares de gesta, así como los romances y el teatro castellanos, son las formas del arte nacional y cree reconocer que hunden sus raíces en la historia y en los sentimientos del pueblo (1959a:p. 15), entendido este término, no peyorativamente sino como totalidad abarcadora de los diferentes individuos y de todas las clases sociales.
De modo que debemos considerar que estos sentimientos nacionalistas, aunque no siempre se hicieron explícitos, sesgaron a comienzos de siglo las teorías que se elaboraron con respecto a los orígenes de la épica.
Los individualistas, como Joseph Bédier, sostienen que los cantares de gesta nacen tardíamente y alejados de los hechos reales que los inspiraron. Les atribuyen fines propagandísticos, alentados por las iglesias y santuarios que supuestamente albergaban las reliquias de los héroes que los cantares ensalzaban para, de esta manera, atraer a los peregrinos. Asimismo, suponen que son producto de un único autor, que a lo sumo se inspiró en otros textos cultos que la escritura conservó para nosotros, porque consideran que una obra poética no se puede explicar mediante la intervención colectiva de fuerzas inconscientes y anónimas sino sólo a partir de un individuo, el artista, y de su voluntad creadora.
La tradición de la cual habla la teoría liderada por Ramón Menéndez Pidal, sostiene que los cantares de gesta se componen en fecha muy cercana a los hechos que les han dado origen, situación ésta que determina su realismo. Supone, además, que entre estos acontecimientos y los manuscritos muy posteriores que se han conservado debieron existir numerosas creaciones y re-creaciones en las cuales participaron diferentes individuos con voluntad de anonimia, que se han perdido al quedar estas realizaciones sólo en la oralidad (1959 b:54-56 y 428-429). Este concepto es el que fundamenta la idea del estado latente tanto de la épica como de la lírica.
Es por esta razón que podemos afirmar que mientras los individualistas se aferran sólo a los textos conservados y consideran a éstos como unidades autónomas, producto sólo del artista y de la voluntad utilitaria de las iglesias y monasterios, el método neotradicionalista intenta superar este afán de identificar lo real con los datos, que es uno de los más graves errores del positivismo (Julián Marías, 1971: 188-189) al tratar de reconstruir una realidad que debió existir pero que no ha llegado hasta nosotros.
Actualmente, los representantes del individualismo se lamentan de que las hipótesis pidalinas hubieran condicionado los estudios épicos medievales por muchas décadas (Irene Zaderenko, 1998: 30). Pero ocurre que, oportunamente, también Ramón Menéndez Pidal comentaba cuán difícil resultaba la lucha de los tradicionalistas para hacer escuchar sus propuestas que eran desestimadas en virtud del auge del individualismo bedieriano (1959 b: 429).
Tales manifestaciones nos hacen pensar en la puja de posturas extremas, antagónicas e irreconciliables a pesar de que sus representantes, muchas veces admitieron las razones de sus opositores y modificaron, parcialmente, sus perspectivas. El ejemplo más notorio es el de Ramón Menéndez Pidal, quien nunca puso en duda la unidad de autoría, pero en 1963 admitió la intervención de dos autores en el Cantar de Mio Cid, según Irene Zaderenko como una alternativa válida para solucionar la dicotomía ficción-historia en la composición (1998: 56). Sin embargo, al establecer la teoría de los dos autores, estaba aceptando hipótesis que ya habían sido formuladas en 1887 por Antonio Restori y en 1929 por E.C.Hills, pero que él había desechado.
En cuanto a la unidad de autor y de composición, si bien la teoría pidalina supone tardíamente un segundo autor, éste es visto como un re-creador que refunde o reelabora, en una fecha posterior, toda la composición, aun cuando en algunos pasajes esta re-creación sea más notoria que en otros. Se esmera por demostrar que el refundidor, más alejado de los hechos que inspiraron la composición, puede dar rienda suelta a su imaginación e introducir la ficción. A esta hipótesis pidalina, Erich Von Richthofen (1970: 145-146) la califica como “horizontal” y la contrapone con la suya propia a la cual denomina “vertical” por cuanto tomando como puntos de referencia el incipit y el explicit que aparecen sólo en el Cantar II, supone que este cantar tiene una cierta autonomía y que es previo a los otros dos; por lo tanto postula que sucesivamente, en reelaboraciones posteriores, se formaron los cantares I y III, en ese orden.
En efecto, es el Cantar II el único que introduce una fórmula de iniciación:
“Aquí-s´conpieça la gesta de mio Cid el de Bivar”
(v.1085, transcribo según la edición de Alberto Montaner*)
y otra de cierre: “iLas coplas d´este cantar aquí-s´van acabando,
el Criador vos vala con todos los sos santos!”
(v. 2276 s. según la misma edición)
* Véanse más adelante las observaciones sobre la edición de Alberto Montaner.
Si bien las fórmulas transcriptas han dado lugar a diversas hipótesis, sólo voy a referirme a ellas en tanto se relacionan con la construcción y la autoría del poema.
En este sentido nos interesa la propuesta de Erich Von Richthofen de una construcción vertical del poema, en etapas sucesivas, a cargo de diferentes autores, porque es retomada y reforzada por Irene Zaderenko (1998) quien sostiene que el Cantar II, primero en la elaboración del Poema de Mio Cid, no sólo es autónomo y previo a los restantes sino que
además fue construido por un primer autor culto que se documentó en fuentes escritas latinas como la Historia Roderici y la Ilias, en diplomas de la época y en la épica francesa.
Nótese, además la significativa diferencia de denominación del texto: Poema de Mio Cid, según Colin Smith, Ian Michael, Irene Zaderenko, esto es los representantes del neoindividualismo; Cantar de Mio Cid, para quienes se inclinan por las teorías neotradicionalistas. Según Irene Zaderenko (1998: 57-58), Ramón Menéndez Pidal en sus últimos estudios, utiliza los términos poema ( por ejemplo En torno al Poema del Cid, 1963) y poeta, en vez de cantar y juglar, y ella interpreta esta actitud como evidencia de un acercamiento a las hipótesis planteadas por los neoindividualistas; sin embargo, es necesario advertir que en el mismo libro al cual se refiere la investigadora, el artículo en el que específicamente se revisa la cuestión de la autoría lleva como título “Dos poetas en el Cantar de Mio Cid”, o sea que en la misma frase conviven ambos términos “poeta” y “cantar”.
En relación con el carácter oral o escrito de la composición, a partir de los años cincuenta, la teoría neotradicionalista es retomada, recreada y superada por los oralistas. En un principio, fueron los trabajos de Albert B. Lord los que establecieron comparaciones entre el arte de los poetas orales medievales y el de los poetas, también orales, yugoslavos contemporáneos (comentado por Edmund de Chasca, 1967: 22-23). Más tarde, las investigaciones de Paul Zumthor (1987: 231), quien supone que la diferencia fundamental entre la poesía del siglo XII y la literatura del siglo XIX no reside en la mera oposición oralidad / escritura, sino que está determinada por el objetivo performancial de la primera que, aun cuando hubiera sido compuesta en forma escrita era transmitida y recibida en forma oral (recitada, cantada o leída) y esta forma de transmisión imponía estrategias expresivas propias de las culturas de oralidad primaria que no se agotan en el mero estilo formulario y que nos obligan a considerar a las fórmulas como un recurso que va más allá que un frío procedimiento mecánico.
Esta abreviada síntesis nos permite advertir que a lo largo de todo el siglo XX, desde los trabajos pidalinos de la primera década hasta las conclusiones de Irene Zaderenko, de finales de los noventa, se han multiplicado distintas propuestas en relación con la génesis del Cantar de Mio Cid, cuestión sobre la cual, hasta la fecha, aún no se ha dado una palabra definitiva. De todos modos, el panorama crítico sobre este tema me permite exponer las dos reflexiones siguientes:
1) Cada una de las propuestas a las cuales estoy aludiendo son un ejemplo de tratamiento científico de la literatura, capaz de trascender el mero estadio de goce estético del texto, y constituyen un modelo de utilización de los métodos filológico y heurístico.
2) Son un ejemplo, además, de que si bien los investigadores han manejado las mismas fuentes documentales, los diferentes contextos axiológicos y los diversos paradigmas desde los cuales elaboraron sus hipótesis, han determinado que adoptaran posturas opuestas. Es por ello que hoy se nos ofrece un nutrido abanico de soluciones coherentes y sólidamente fundamentadas con respecto a los aspectos que hemos expuesto, las cuales nos ponen a nosotros, los receptores de dichas soluciones, en el serio compromiso de conocer todas las propuestas que se han elaborado y de optar, si fuera posible, por aquélla que mejor se adecue a nuestra concepción de la creación literaria en un período como la Edad Media, cuyas voces hemos perdido definitivamente.
II. La cultura del símbolo en el Cantar de Mio Cid.
El carácter más típico de la Edad Media, tanto a nivel de procesos mentales como de sensibilidad estética es, para Umberto Eco, la visión simbólico-alegórica del universo (1997: 68): “El hombre medieval vivía efectivamente en un mundo poblado de significados, remisiones, sobresentidos, manifestaciones de Dios en las cosas, en una naturaleza que hablaba sin cesar un lenguaje heráldico, en la que un león no era sólo un león, una nuez no era sólo una nuez, un hipogrifo era tan real como un león porque al igual que éste era signo, existencialmente prescindible, de una verdad superior”(Ibid.: 69).
A lo largo del siglo XX, las teorías que se refieren al carácter simbólico de la cultura, pueden ayudarnos a enriquecer nuestra interpretación del Cantar de Mio Cid como producto de su época. Podemos apoyarnos en las concepciones de símbolo provenientes tanto de la pragmática peirceana como de la semiótica y de las que intentan sustentar los caracteres estilísticos en sistemas cosmovisionarios epocales.
Dentro de la cadena infinita de signos de la que habla Charles S. Peirce, el símbolo constituye una tríada sígnica junto con el ícono y el índice (1976: 45- 62).
El símbolo no representa ante nuestros ojos un objeto real sino que remite a él en virtud de un mecanismo de nuestra mente y a partir de legitimaciones grupales y epocales; por esta razón podemos interpretar que es del orden de la terceridad. Asimismo, el símbolo genuino remite a significados generales.
Cuando, desde los estudios semióticos, Julia Kristeva, al hablar del texto se refiere a la alta Edad Media como la cultura del símbolo (1981: 1, 151-155), sostiene que el símbolo no se parece al objeto que simboliza, no tiene conexión representativa alguna con él, sin embargo se vincula unívocamente con la trascendencia a la cual remite. Es esa univocidad la que lo diferencia del signo.
El símbolo posee una dimensión vertical y una dimensión horizontal. En su dimensión vertical, simpre remite a universales dentro de los cuales opera con un mecanismo de restricción. En su dimensión horizontal es antiparadójico, o sea que se mueve entre unidades opuestas que se excluyen mutuamente, por ejemplo el bien y el mal, la virtud y el pecado, el heroísmo y la cobardía.
Esta disyunción excluyente es la que desarticula la tensión entre opuestos, que encontramos en la que Julia Kristeva llama la cultura del signo. En cuanto al trazado de personajes es la que obstaculiza el engendramiento de caracteres y psicologías y provoca cambios bruscos en el comportamiento del héroe que siempre es totalmente bueno o totalmente malo (Ibid: 167).
Julia Kristeva caracteriza a la epopeya europea por su organización sobre la función simbólica que remite a conceptos universales y por su estructuración a partir de un discurso unívoco.
Desde una perspectiva que había partido de la estilística pero que busca una explicación sistémica de las manifestaciones estéticas en los fundamentos cosmovisionarios de las diferentes épocas de la evolución de la humanidad, Carlos Bousoño (1981: I, 215-227) describe la naturaleza y las propiedades de los símbolos y dice de ellos que son preconscientes, o sea que no se desarrollan en la esfera de la conciencia y por este motivo no dan lugar al disentimiento o al escepticismo. Entre simbolizante y simbolizado se plantea una transitividad emotiva que aunque se sirva de una ecuación de varios miembros intermedios, establece una identidad inesencial, no cuestionable, seria (esto es, no lúdica), y totalitaria entre el primero y el último miembros de esa ecuación. Como consecuencia de tal identidad, se produce también una inadecuación tanto emotiva como lógica entre ellos.
A pesar de que proceden de varias corrientes, estas concepciones pueden compatibilizarse e integrarse al momento de interpretar el producto artístico.
Lo que nos queda claro es que en la Alta Edad Media, el cantar de gesta y por lo tanto el Cantar de Mio Cid son producto de una cosmovisión simbólica, así lo afirman tanto Julia Kristeva como Carlos Bousoño.
Esta condición simbólica se manifiesta, en primer lugar, en el carácter unívoco y monológico del discurso. El receptor en ningún momento pone en duda las intenciones del narrador o de cada uno de los personajes: En el camino de Vivar a Burgos, el Cid interpreta como un buen presagio para el itinerario del destierro que se apresta a emprender, las apariciones de la corneja, primero a la izquierda, y luego a la derecha, y ese elemento de la naturaleza habla tanto al protagonista, como a los otros personajes y a los receptores del poema, en ese único sentido:
A la exida de Bivar ovieron la corneja diestra
e entrando a Burgos oviéronla siniestra.
Meció mio Cid los ombros e engrameó la tiesta:
-¡Albricia, Álbar Fáñez, ca echados somos de tierra!-
(T.2, v. 11 ss, edición de Alberto Montaner)
A pesar de que no restituyamos el verso 14b, “mas a grand ondra tornaremos a Castiella”, como lo hace Ramón Menéndez Pidal en su edición crítica, podemos comprender que el personaje ha dado una interpretación positiva del augurio.
Aun cuando se trama un engaño, como en el caso de las arcas de arena (T. 6 a 11), o cuando el personaje trata de esconder sus intenciones, como en el pedido matrimonio con las hijas del Cid que formulan los infantes de Carrión (T. 82 y siguientes), aunque el destinatario de la acción permanezca en el engaño, no se crean situaciones ambiguas que puedan prestarse a más de una interpretación.
Si buscáramos un ejemplo que nos sirviera para contraponerlo a éste, a efectos puramente didácticos, nos encontraríamos unos siglos más tarde, en el XIV, con el Libro de Buen Amor, elaborado precisamente sobre el eje de la ambigüedad y de la tensión entre contrarios. Este eje se manifiesta al comienzo de la obra, en la disputa que tuvieron los griegos y los romanos (c. 44 -70), para indicarnos que será el requisito que habrá de tenerse en cuenta para interpretarla. El pasaje, si bien no utiliza la terminología saussuriana deja establecida precisamente la arbitrariedad del signo, con su dualidad significante/ significado, la apertura de significación de acuerdo con la capacidad y disponibilidad de cada receptor, y la existencia de diversos niveles de comprensión de un texto. A partir de la estrofa 64, el narrador acumula diversas explicaciones sobre cómo ha de interpretarse su libro:
64. Por eso la pastraña diz, de la vieja ardida:
“non ha mala palabra si no es a mal tenida”;
.....
68. Las del buen amor son razones encobiertas:
trabaja dó fallares las sus señales ciertas;
........
69. do cuidares que miente dize mayor verdat,
en las coplas pintadas yaze la fealdat;
.....
70. De todos los estrumentes yo, libro, só pariente:
bien o mal, qual puntares, tal diré ciertamente;
quál tú dezir quesieres, ý faz punto, ý tente;
si puntarme sopieres siempre me abrás en miente.
(edición de Joan Corominas, ps.97-99)
Se compara al libro con un instrumento musical del cual, a pesar de ser el mismo instrumento, se podrá extraer una buena o mala melodía, según las cualidades del intérprete. Éste es precisamente uno de los aspectos que destacan el período que Julia Kristeva señala como dominado por la cultura del signo (Ibid.: 153-155).
En cuanto a los caracteres del símbolo, los autores citados coinciden en señalar dos condiciones: por un lado, que remite a una realidad trascendente con la cual no necesariamente mantiene una conexión perceptible, y por este motivo, al entrar en contacto con ella se establece una inadecuación tanto lógica como emotiva, lo que Umberto Eco explica como salto brusco del significado a la finalidad (Ibid.: 71). Tal identificación e inadecuación debe trascender la órbita individual y debe ser percibida por el grupo que produce y consume el objeto de uso colectivo, en el caso que estamos analizando, el cantar de gesta, para que podamos hablar de acuerdos o consensos que cobren sentido en el contexto cosmovisionario.
Por otra parte, rescatamos el carácter antiparadójico del símbolo que si bien admite los opuestos, sólo los considera excluyéndose mutuamente en su condición de absolutos, o sea que no concibe estadios intermedios o medias tintas que participen de ambos extremos.
Cuando al comienzo del Cantar, el Cid se aleja de sus tierras de Vivar, observa puertas abiertas, sin candado y perchas vacías, sin las ropas y los animales de caza que habitualmente estaban allí. Esto le produce un fuerte llanto, suspiros y gran preocupación:
De los sos ojos tan fuertemientre llorando
tornava la cabeça y estávalos catando.
Vio puertas abiertas e uços sin cañados,
alcándaras vazías, sin pielles e sin mantos,
e sin falcones e sin adtores mudados.
Sospiró mio Cid, ca mucho avié grandes cuidados,
fabló mio Cid bien e tan mesurado
-¡Grado a ti, Señor, Padre que estás en alto!
¡Esto me an buelto mios enemigos malos!-
(T. 1, vs. 1-9)
Si bien las exteriorizaciones afectivas del protagonista, el llanto y los suspiros, parecen desproporcionadas ante los objetos que se describen, tales puertas, perchas y candados son más que meros objetos cotidianos porque remiten al concepto trascendente del destierro con todas las implicancias que este castigo tenía para el hombre medieval. Dicho de otra manera, las abstracciones del destierro y de la desolación se reifican en las cosas cotidianas adquiriendo una identidad esencial, total y no cuestionable. Los conceptos abstractos, a través de los objetos, arrancan del personajes llantos y suspiros que también conmueven al receptor del poema.
Para ilustrar con más detenimiento el carácter simbólico del texto del cual nos estamos ocupando, quisiera referirme a la barba. He elegido este detalle físico porque aparece en forma recurrente desde las instancias de la acción previas a la iniciación del discurso, cuando el Cid humilla a García Ordóñez, conde de Cabra, como lo refiere en el episodio de las Cortes (T. 140, vs. 3284-3290), hasta la escena final en Valencia, cuando Rodrigo Díaz se toma las barbas en el momento de agradecer a Dios que sus hijas han sido vengadas.
Es necesario referir que en el contexto sociocultural de la Edad Media tanto los cabellos de hombres y mujeres como la barba masculina, son a más de un elemento embellecedor que se lleva de acuerdo con las pautas de la moda, una exteriorización visible que codifica los estados del espíritu y la condición de las personas: espiritualidad, entrega, renunciamiento; virginidad en las mujeres, fuerza física en los hombres (Guglielmi, 1981).
Tal vez esta atención a los cabellos tenga raíces germánicas, ya que según comenta Ramón Menéndez Pidal (1969: 19), en el siglo VI el historiador Jordanes refiere que los godos en sus cantos designan a los civiles de cabellos intonsos como “capillatos” o “cabelludos” lo cual es recibido por éstos con agrado, o sea que se interpreta como un elogio.
Desde la antigüedad clásica, las situaciones luctuosas, se manifestaban, entre otras actitudes, arrancando cabellos y barba. Esta costumbre se filtra en la tradición literaria y la registramos en los versos del romance bíblico, muy difundido entre los sefarditas de la cuenca oriental del Mediterráneo, en el cual David llora la muerte de su hijo Absalón:
Echó mano a la su barba,
pelo sano no dejó,
que le mataron a su hijo
a su hijo Absalón.
(En Arovich de Bogado 198: 78)
Mesar la barba a un caballero se consideraba una afrenta que debía ser reparada con las armas porque de lo contrario el agredido quedaba infamado. Correlativamente, ostentar una barba cuidada y abundante era expresión de que quien la llevaba nunca había sido ultrajado, por lo tanto manifestaba su virilidad y su honor.
Situaciones relacionadas a la barba masculina están presentes en el Cantar de Mio Cid, por ejemplo, Rodrigo Díaz hace votos de no recortársela hasta no recuperar el favor real:
Por amor del rey Alfonso, que de tierra me á echado,
nin entrarié en ella tigera ni un pelo non avrié tajado,
e que fablassen d´esto moros e cristianos.
(T. 76, v. 1240-1242)
Aunque esta promesa se realiza cuando está muy avanzado el relato y el protagonista ya lleva un largo recorrido como desterrado, supone Alberto Montaner (1993: 178, nota 1239) que la acción de no cortarse de la barba comenzó mucho antes, con el destierro mismo, y más que como expresión de dolor o duelo, como manifestación de despecho ante el castigo real que consideraba injusto.
Más adelante, en otro juramento, el Cid se enorgullece de que su barba nunca ha sido humillada:
¡Par aquesta barba que nadi non messó
non la lograrán ifantes de Carrión,
que a mis fijas bien las casaré yo!
(T. 131, v. 2832 –2834)
Reitera esta condición de su barba intonsa en el episodio de las cortes en el cual también comenta los cuidados que le prodiga y la contrapone a la barba de García Ordóñez que fue mesada por todos:
-¡Grado a Dios, que cielo e tierra manda!
Por esso es luenga, que a delicio fue criada.
¿Qué avedes vós, conde, por retraer la mi barba?
ca de cuando nasco a delicio fue criada
ca non me priso a ella fijo de mujer nada
nimbla messó fijo de moro nin de cristiana,
commo yo a vós, conde, en el castiello de Cabra,
cuando pris a Cabra e a vós por la barba.
(T. 140, v. 3281 ss.)
Podemos considerar la barba como símbolo que remite verticalmente a la virilidad y a la honra, y sirve como elemento que diferencia al héroe del antihéroe: el primero se caracteriza por una barba “vellida” (v. 274), “luenga” (v. 3095), no mesada (v. 2832); el segundo, se identifica con una barba de la que cada quien tomó su parte (v. 3289) y que no logra crecer en forma pareja por lo cual la humillación resulta visible a los ojos de todos (v. 3290).
Esta puesta en relación de un simbolizante concreto (barba) con lo simbolizado abstracto y trascendente (virilidad y honra), no se apoya en mecanismos de semejanza sino que requiere acuerdos colectivos legitimados, para este caso, en la Europa medieval, pero que pierden vigencia fuera de ese ámbito. Es por esta razón que coincidimos con Charles S. Peirce cuando señala que el símbolo pertenece al orden de la ley o de la terceridad.
Tales acuerdos no se explicitan en el plano consciente a la hora de evocar las asociaciones trascendentes sino que se producen, según vimos que explicaba Carlos Bousoño, en el nivel de la preconciencia en el cual predomina lo intuitivo y emotivo. De modo que al ponerse en contacto los dos términos de la ecuación barba/ honra, se abrevia la serie de instancias que nos llevarían de un polo a otro de la ecuación y se produce lo que Umberto Eco había designado como salto brusco (1997: 71), y Carlos Bousoño, inconexión lógica e inadecuación emotiva (1981: I, 218-227), las que, sin embrago, no son cuestionadas.
La barba como símbolo del honor debe entenderse de una manera totalitaria, porque la barba, para el caballero medieval, “es “ el honor, poseer lo uno es tener también lo otro. La barba de Rodrigo Díaz va creciendo a medida que crece su honra. No resulta ocioso, además, que en cada juramento o agradecimiento a Dios que el protagonista realiza, al pronunciarlos se tome de la barba e invoque su condición de intonsa:
Alçó la mano, a la barba se tomó
-¡Grado a Christus, que del mundo es señor,
cuando veo lo que avía sabor,
que lidiaran comigo en campo mios yernos amos a dos!
(T. 120, v. 2476 ss)
alçava la mano, a la barba se tomó:
-Par aquesta barba que nadi non messó,
assí s´irán vengando don Elvira e doña Sol.
(T. 137, v. 3185 ss)
El honor/ honra aparece en todos los aspectos de la vida del héroe, tanto en las relaciones de vasallaje que mantiene con el rey, con los otros nobles y con sus subalternos, como en las relaciones familiares, con su mujer e hijas. Cuando eventualmente alguna circunstancia cotidiana pone a prueba ese honor, la acción del héroe indudablemente lo ratificará y se volverá a su restauración en un orden aún más firme que el preexistente, porque el héroe no puede sino ser honrado.
El honor es un universal que se reifica en el héroe y en él convive con otras excelencias antiparadójicas, de modo que se engendra un arquetipo que es compendio de atributos tanto físicos como espirituales: belleza, honor, virilidad, valentía, fidelidad, mesura, los que, automáticamente, excluyen a sus opuestos. Esta caracterización sirve no sólo para el protagonista del Cantar de Mio Cid, Rodrigo Díaz de Vivar, sino también para todos los caballeros que lo acompañan quienes participan de las mismas excelencias, sólo que en menor plenitud (Carlos Bousoño, 1981: II, 389).
El concepto universal de la honra se corporiza en la criatura física del héroe, y en ella, a la vez se materializa en una parte del cuerpo que es la barba; ésta a su vez remite vertical y unidireccionalmente a la honra . Ambos términos se identifican.
En el Cantar de Mio Cid, que es un poema de la honra según palabras de Pedro Salinas (1958), de todas las excelencias que caracterizan al héroe, se ha seleccionado una, que es, precisamente, la honra, y por lo tanto, se recurre a la barba para designarlo; esto explica la recurrencia del epíteto metafórico:
“¡Dios, cómmo es alegre la barba vellida...!”
(T. 51, v. 930)
La sinécdoque del ejemplo sintetiza el razonamiento: “Si los héroes tienen honor incólume ostentan una hermosa barba; el Cid es un héroe con valor incólume, por lo tanto Cid = barba vellida”.
Pero ocurre que tanto el epíteto formulístico como las referencias a la barba no ocurren indiscriminadamente a lo largo del texto sino específicamente en aquellas instancias en las que resulta significativo resaltar la honra del protagonista. Así, por ejemplo, es luego de la toma y defensa de Valencia, episodio culminante en el engrandecimiento del héroe, cuando más se menciona al Cid barbado:
Arrancólos mio Cid el de la luenga barba,
Fata dentro en Xátiva duró el arrancada.
(t. 75, v. 1226 s)
Es en las vistas junto al río Tajo y en las Cortes, los episodios en los que el Cid recupera formalmente su honra, cuando más se admira la barba que le ha crecido tanto:
Non se puede fartar d´él, tanto l´querié de coraçón,
Catándol´sedié la barba que tan aína l´creció;
Maravíllanse de mio Cid cuantos que ý son.
(T. 104, v. 2058 ss.)
Catando están a mio Cid cuantos ha en la cort,
A la barba que avié luenga e presa con el cordón;
(T. 137, v. 3123 s)
Para concluir, querría manifestar que el carácter simbólico del texto medieval confirma la premisa de que la interpretación del texto artístico debe considerar a éste como producto de la cosmovisión que lo ha generado, y esta exigencia constituye un verdadero desafío.
III. La edición del Cantar de Mio Cid a cargo de Alberto Montaner
El siguiente comentario intenta fundamentar por qué he apoyado la ejemplificación de los artículos precedentes en la edición del Cantar de Mio Cid realizada por Alberto Montaner, prefiriendo ésta a la de Ramón Menéndez Pidal, legitimada por la crítica. En primer lugar me referiré a algunos aspectos descriptivos del texto editado y a continuación expondré dos cuestiones en las que intento justificar la elección de esta edición.
El Cantar de Mio Cid editado, anotado y prologado por Alberto Montaner constituye el primer volumen de la Biblioteca Clásica en la Editorial Crítica, de Barcelona, y está dedicado a la memoria de Ramón Menéndez Pidal. En 1993 se realizaron dos ediciones, de las cuales nosotros manejamos la segunda edición, corregida.
El texto va acompañado de una videocinta. Un estudio preliminar de Alberto Rico precede al Prólogo. Se incorporan cuatro láminas a cargo de Susana Campillo y mapas de la Ruta del Destierro y de la Ruta de Corpes.
Alberto Montaner ha trabajado con los métodos de la crítica textual y para mejorar la lectura del texto conservado ha utilizado las siguientes fuentes: 1) las ediciones paleográficas realizadas por Ramón Menéndez Pidal, en 1911, y por José Manuel Ruiz Asencio, en 1982; 2) el facsímil en tretracromía realizado por el Ayuntamiento de Burgos en 1988 y el facsímil en blanco y negro editado por Hauser y Menet en 1946 y reimpreso por la Dirección General de Archivos y Bibliotecas en 1961. Las ediciones facsímiles, cuya utilización es cuestionada por los medievalistas, le resultaron de gran utilidad dado que el códice conservado, actualmente se halla muy deteriorado a raíz de los reactivos que sucesivamente se le han aplicado para poder leerlo con mayor claridad. 3) ha recurrido al manuscrito actualmente conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid, para dilucidar los pasajes más dudosos y los ha examinado con la última tecnología disponible: luz ultravioleta, cámara de reflectografía infrarroja y video microscópico de superficie. De esta manera ha podido, en algunos casos corroborar las lecturas realizadas por Menéndez Pidal, y en otros, corregirlas.
Como afirma el autor en el Prólogo (p. 85), el Cantar se presenta en una transcripción regularizada y crítica. Regularizada, porque se unifica la ortografía conforme al sistema fonológico del castellano medieval al que se representa según la manera difundida en el siglo XIII, conocida como alfonsí. Crítica, porque pretende ofrecer una versión mejorada del único manuscrito conservado, corrigiendo algunos errores del amanuense y desechando las intervenciones secundarias plasmadas en el códice por lectores que lo tuvieron en sus manos en el período comprendido entre los siglos XIV y XVI.
En este sentido y como primera justificación encontramos una básica y fundamental diferencia con la edición crítica realizada por Ramón Menéndez Pidal , y es que éste ha intentado no sólo corregir los errores del copista sino que ha avanzado aún más y ha tratado de reconstruir versos o pasajes que no están en el códice y que considera “olvidos” del copista, pero que supone debieron existir en otra versión anterior. Pongamos por ejemplo el verso 14b “Mas a grand ondra tornaremos a Castiella”, que no aparece en el manuscrito y es sólo una reconstrucción pidalina inspirada en las Crónicas. Ya en la Introducción de su edición de 1984 (ps. 59-60), Ian Michael objeta este método de Ramón Menéndez Pidal, pero sería interesante traer a colación en este punto el cuestionamiento que realiza Margit Frenk (Los espacios de la voz) al escritocentrismo tradicional y que pone en tela de juicio los métodos de la filología clásica ya que éstos pretenden reconstruir “un texto” anterior, primero o primitivo como si fuera superior al conservado, y en este intento pierden de vista que los manuscritos que nos ha legado la Edad Media corresponden sólo a una realización más, efímera como cada actualización en una cultura en la que predominaba esencialmente la voz. Esta observación realizada por Margit Frenk, aplicada a la edición crítica del Cantar de Mio Cid realizada por Ramón Menéndez Pidal, pone al descubierto una contradicción en el núcleo mismo de la teoría neotradicionalista.
El otro aspecto en el que apoyo la justificación, y también me parece importante es que Alberto Montaner opta por titular a la composición como Cantar de Mio Cid; tanto en esta mera denominación como en las consideraciones que realiza en el Prólogo (ps. 27-30), advertimos que considera al texto como producto de una cultura esencialmente oral y este aspecto es fundamental en el desafío que implica el acercamiento a la obra medieval.
Bibliografía citada
Vilma Haydée Arovich de Bogado, “Romances sefardíes del nordeste argentino” en Nordeste Segunda Época, Serie Investigación y Ensayos, 8 ( 1998) ps.73-106.
Carlos Bousoño, Épocas literarias y evolución. Edad Media, Romanticismo, Época contemporánea, Madrid, Gredos, 1981, 2 vols.
Cantar de Mio Cid, edición, prólogo y notas de Alberto Montaner, con un estudio preliminar de Francisco Rico, Barcelona, Crítica, 1993, 2ª edición.
Edmund de Chasca, El arte juglaresco en el “Cantar de Mio Cid”, Madrid, Gredos, 1967.
Umberto Eco, Arte y belleza en la estética medieval, traducción de Helena Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 1997.
Margit Frenk, Los espacios de la voz (separata s/d de edición).
Nilda Guglielmi, “Barbas y cabelleras en la Edad Media” en Memorias medievales, Buenos Aires, Ministerio de Cultura y Educación, 1981, ps. 237-250.
Hans Robert Jauss, La literatura como provocación, traducción Juan Godo Costa, Barcelona, Península, 1976.
Julia Kristeva, Semiótica, traducción de José Martín Arancibia, Madrid, Fundamentos, 1981, 2 vols, 2ª edición.
Julián Marías, “El ´claro varón´ Don Ramón Menéndez Pidal” en Los españoles 1, Madrid, Revista de Occidente, 1971 ps. 187-215.
Ramón Menéndez Pidal, Cantar de Mio Cid. Texto, Gramática y Vocabulario, Madrid, Espasa-Calpe, 1944-1946, 3 vols. (repr. Bailly-Baillière e hijos, 1908-1911).
Ramón Menéndez Pidal, La epopeya castellana a través de la literatura española, Madrid, Espasa-Calpe,1959 a; reed. de L´épopée castillane à travers la littérature espagnole, Paris, A. Colin, 1910.
Ramón Menéndez Pidal, La Chanson de Roland y el neotradicionalismo (Orígenes de la épica románica), Madrid, Espasa-Calpe, 1959 b.
Ramón Menéndez Pidal, “Dos poetas en el Cantar de Mio Cid” en En torno al ´Poema de Mio Cid´, Barcelona, EDHASA, 1963.
Ramón Menéndez Pidal, Los godos y la epopeya española. “Chansons de geste” y baladas nórdicas, Madrid, Espasa-Calpe, 1969, 2ª edición.
Gaston Paris, “La Chanson de Roland et la nationalité française” en La poésie du mogen age. Leçons et lectures, Paris, Librairie Hachette, 1913, 7ª edition, ps. 87-118.
Charles S. Peirce, La ciencia de la semiótica, Buenos Aires, Nueva Visión, 1976.
Poema de Mio Cid, edición, introducción y notas de Ian Michael, Madrid, Castalia, 1984, 5ª edición.
Juan Ruiz, Libro de Buen Amor, edición crítica de Joan Corominas, Madrid, Gredos, 1973.
Pedro Salinas, “El ´Cantar de Mio Cid´, poema de la honra” en Ensayos de literatura hispánica (Del Cantar de Mio Cid a García Lorca), Madrid, Aguilar, 1958, ps. 27-44.
Beatriz Sarlo, “Público, modernidad y vanguardia desde la perspectiva de la historia literaria y el análisis cultural” en El oficio del investigador, Homo Sapiens Ediciones, Instituto de Investigación en Ciencias de la Educación, Facultad de Filosofía y Letras, UBA, 1995, ps. 115-125.
Erich Von Richthofen, Nuevos estudios épicos medievales, Madrid, Gredos, 1970.
Irene Zaderenko, Problemas de autoría, de estructura y de fuentes en el Poema de Mio Cid, Madrid, Universidad de Alcalá de Henares, 1998.
Paul Zumthor, La letra y la voz de la “literatura” medieval, traducción de Julián Presa, Madrid, Cátedra, 1989.
BIBLIOGRAFÍA (2)
INTRODUCCIÓN AL CANTAR DEL MIO CID
POR: Dr. MIGUEL GARCI-GÓMEZ
INTRODUCCIÓN AL CANTAR DEL MIO CID
POR: Dr. MIGUEL GARCI-GÓMEZ
Professor, Dept. of Romance Studies, Duke University.
EN: http://mgarci.aas.duke.edu/cgi-bin/celestina/sp/index-dq.cgi?libroId=1002
EN: http://mgarci.aas.duke.edu/cgi-bin/celestina/sp/index-dq.cgi?libroId=1002
PRIMERA PARTE DEL CMC
La Primera Parte del CMC tiene como asunto central la conquista de Valencia por el Cid Campeador y los suyos. Esta conquista fue tan gloriosa, inspiró tan altamente al autor, que no pudo menos que reconocerla y cantarla como gesta:
Aquí se compieça la gesta de mio Çid el de Bivar (1085).
Obedientes pues a las indicaciones del texto, llamemos a la Primera Parte Gesta de Mio Cid. Tratemos de ella antes de pasar a la Segunda.
Argumento: Según la Gesta el Cid, tras haber sido acusado por enemigos malos de haberse quedado con el dinero de ciertas parias que había recaudado, fue desterrado --de tierra echado-- por decreto del rey. Cuando el Campeador y los suyos salen hacia el destierro, pobres y doloridos, se conmovieron las aves:
A la exida de Bivar hobieron la corneja diestra,
y entrando a Burgos hobiéronla siniestra (11-2).
Se conmovieron también los residentes de Burgos, desde los mayores hasta una niña de nueve años:
mas el Criador vos vala con todas sus vertudes santas (48).
Las aves con sus agüeros y los humanos con sus ruegos no pueden hacer otra cosa que darles al Cid y los suyos esperanzas.
Agotados todos los medios de obtener con qué mantenerse a sí mismo y a sus hombres, el Cid, aconsejado por Martín Antolínez, accede contra su voluntad a empeñar unas arcas que llena de arena. Unos confiados amigos caros, Raquel y Vidas, le dejan al Cid 600 marcos, en concepto de empeño. Con los marcos, el Campeador puede cuidarse del hospedaje de su mujer y sus hijas, a quienes deja atrás al cuidado del abad del monasterio de Cardeña, y le sobra algo para sostener por unos días a sus mesnadas. A la pérdida de los bienes de Vivar se sumó en Cardeña el dolor de tener que separarse de sus seres queridos, su mujer y sus hijas, tan pequeñitas:
a doña Ximena, la mi mugier tan cumplida
como a la mi alma yo tanto vos quería (278-9).
Pero el Cid no desesperó; pedía a Dios y confiaba que algún día venturoso se verían de nuevo reunidos, y sus hijas casadas:
Plega a Dios y a Santa María que aun con mis manos
case estas mis fijas
o quede ventura y algunos días vida,
vos, mugier hondrada, de mi seades servida! (282-4).
La oración, nótese debidamente, es un elemento sutil de la causación de los resultados de las acciones en la Gesta de Mio Cid; de manera que con la oración y pocos hombres, la oración y las estratagemas, la oración y la valentía, se obtendrá la victoria, que resultará comprensible, convincente aun en circunstancias inesperadas, dificilísimas.
Pronto se le acabó al Cid el dinero del empeño, él y los suyos se vieron lanzados a tierra de moros, contra los que tuvieron que pelear, si querían sobrevivir; la guerra era causada por una necesidad ineludible de alimentarse, de subsistir:
de Castiella la gentil exidos somos acá,
si con moros no lidiáremos, no nos darán del pan (672-3).
por lances y por espadas habemos de guarir,
si no, en esta tierra angosta no podriemos vivir (834-5).
El Cid se apoderó, primero, de Castejón; como sólo contaba con trescientos hombres, hubo de valerse de una emboscada --celada. El Cid no para aquí; temiéndose que el rey, al enterarse, saliera en persecución suya, prosigue hacia Alcocer, de cuyo castillo se apodera, también mediante una estratagema --arte. Sus fuerzas no eran aún tan poderosas como para poder sostener un largo asedio de la fortaleza.
Tras la toma de Alcocer, el Cid envía regalos al rey, poniéndose así en vías de reconciliación; Alfonso comenzaría a dudar que le hubiera robado las parias quien tan generoso se mostraba hacia él. Con los regalos al rey, de quien esperaba el Cid conseguir benovolencia y favores, envió dinero al abad de Cardeña, no sólo por obligaciones espirituales, sino porque había de compensarle por los gastos de hospedaje de su esposa e hijas, más las damas de su servicio. Nótese, pues, que los mismos regalos no son muestras de agradecimiento por una acción pasada, sino más bien recursos con los que motivar un favor venidero o la continuación de un servicio. En la narración se suprimen sistemáticamente el cumplimiento de promesas por una acción en el pasado; como si la manifestación de la buena intención bastara para dar por efectivo su cumplimiento.
El Cid continúa sus correrías y llega a entrar en tierras del Conde de Barcelona, sin intención de apoderarse de ellas, sólo porque él y sus hombres tenían que vivir, llanamente, del pillaje, desterrados como estaban:
Prendiendo de vos y de otros ir nos hemos pagando,
habremos esta vida mientras ploguiere al Padre santo,
como qui ira ha de rey y de tierra es echado (1046-8).
El Conde de Barcelona no se fiaba del Cid, como no se había fiado su propio rey, y le sale al encuentro por motivos de vengar una antigua ofensa; los personajes de la Gesta, se ve claro, tienen sobradas razones para obrar como obran. El Cid, pues, se ve forzado a la batalla:
a menos de batalla no nos dexaríe por nada (989).
Tras vencer al Conde de Barcelona el Cid se mostró compasivo y dadivoso hacia él, pero por una razón muy seria: el Conde se le había declarado en huelga de hambre dispuesto a morir si no le ponía en libertad. Efectivamente el Conde logró, al tercer día, la ansiada libertad, él y dos de sus caballeros.
Tan grandes eran las riquezas que el Cid había ya amasado --su ganancia era maravillosa y grande (v. 1084)-- que éste, habiendo reunido a los suyos, les anuncia que han de prepararse para cosas mayores, para la gesta por antonomasía:
¡Aquí se compieça la gesta de mio Çid el de Bivar! (1085).
No era raro que el Cid, cuando arengaba a los suyos en materias de importancia, se valiera de su propio nombre para infundirles valor; recuérdese:
¡Feridlos, caballeros, por amor de caridad!
¡Yo so Ruy Díaz, el Çid Campeador de Bivar! (720-l).
Comienza pues el Cid su avance hacia Valencia; toma Murviedro y, cercado por los moros de Valencia, se ve necesitado a defenderse. Pero en esta ocasión, ya rico y poderoso, se presenta como motivo de la guerra, como justificación, no ya la necesidad de ganarse el pan, sino el hecho de ir dirigida contra gentes de tierra extraña. Tras varias correrías por los territorios circunvecinos, tras muchas penas y trabajos, el Cid asedia Valencia. Muchos cristianos que han sabido la noticia acuden a sumarse al cerco, motivados por las riquezas, la ganancia.
Conquistada Valencia, el Cid envía nuevos presentes al rey y consigue que éste ponga en libertad a su mujer e hijas. Llegan éstas a Valencia y el Cid ve cumplida su plegaria de Cardeña, al verse reunido con sus seres más queridos.
A partir de entonces, la narración va a encauzarse hacia la glorificación del Cid,
a) en la cristianización de la ciudad mora, Valencia, con el establecimiento de un obispado,
b) y en el ennoblecimiento de la misma mediante la prolongación de la corte castellana, con el casamiento de sus hijas con los Infantes de Carrión.
La gesta de Valencia atrajo la atención de los clérigos, de los cortesanos, del propio rey. Don Jerónimo vino hasta Valencia de tierras de Francia, y en Valencia fue hecho obispo y hecho rico. Los Infantes de Carrión, con el característico deseo de ganancia de la comunidad miocidiana, acarician la idea de poder casar con las hijas del Cid. El rey, confundido con la victoria y la generosidad del Campeador, se decide a ir en persona y hacer las paces con el héroe de Valencia: los Infantes le habían pedido autorización para casar con las hijas del infanzón de Vivar y lo que el monarca deseaba es que el Cid accediera a prolongar la nobleza castellana, depuesto todo rencor por las prístinas injurias.
Con gran gozo y solemnidad se entrevistan el rey y el Cid a orillas del Tajo; el rey pide al Cid sus hijas para los Infantes de Carrión y éste se las confía agradecido. Lejos habían quedado los pesares y las lágrimas del principio, pues reina en la reiteraciones de los casamientos una atmósfera de prosperidad, de alegría, de optimismo, en medio de un lenguaje sumamente protocolario, cortés; por una parte, cancilleresco y legalístico; por otra, paternal, cariñoso, excitado.
Llegan los Infantes con el Cid y los suyos a Valencia. Reina la alegría en doña Jimena al figurarse a sus hijas casadas honrosamente; reina la alegría en las prometidas porque están seguras que en adelante serán siempre ricas (gran miedo tendrían de volver a las pobrezas --vergüenças malas-- de los días de Cardeña). Y en Valencia reinaba la paz, la tranquilidad, la alegría porque el rey había casado, por mediación del padrino Minaya, a las hijas del Cid con los Infantes de Carrión. Y vivieron felices y... Así terminaba la fábula heroica, la imitación poética de una acción histórica de marcada trascendencia: la Gesta de Mio Cid, su conquista de Valencia.
Estructura y organización: La Gesta de Mio Cid es una fábula heroica versificada; fábula, en el sentido técnico de imitación poética de una acción histórica de marcada transcendencia a la que se subordinan varias acciones parciales, unas que la causan, otras que de ellas resultan. La acción histórica de gran transcendencia en la Gesta es, claro la conquista de Valencia; las acciones parciales que la preparan y motivan son, principalmente, el destierro del Cid, el empeño de las arcas, las tomas de Castejón y Alcocer, la victoria sobre el Conde de Barcelona; como acciones parciales de resultado y coronación siguen a la conquista el señorío del Cid sobre la opulenta ciudad la reintegración de la familia del héroe, su solemne reconciliación con el rey, las bodas de sus hijas con los Infantes de Carrión.
La Primera Parte del CMC encaja bien dentro del género de cantares de gesta medievales; es esencialmente una epopeya, pero epopeya «patética» --para usar la terminología de Aristóteles-- en la que la acción es más importante que la delineación del carácter de los personajes (cuando se da esto último, tenemos la epopeya «ética»).
La Gesta de Mio Cid, comienza por el medio --in medias res-- y no por el principio natural y lógico de una narración; cuando el lector se enfrenta con el primer verso,
De los sus ojos tan fuertemiente llorando,
se percata de que alga debió haber sucedido como motivación. El autor, efectivamente, explicaría más adelante con técnica de narración retroactiva, cómo fue que el Cid cayó en desgracia, el porqué de tan fuertes lágrimas.
Con comienzos de este estilo, según estaba bien explicado en las artes retóricas, se conseguía preparar al público, situarlo en actitud de zozobra y curiosidad comparable a la del que llega tarde a la representación teatral o cinematográfica y trata de reconstruir qué habría precedido. No solamente con las lágrimas se impresiona al lector del exordio de la Gesta, sino también con la contemplación de un escenario vacío, sin... sin... sin... sin... sin... nada; y con el brillar intermitente de las ausencias se ilumina la presencia del héroe desolado. El héroe más celebrado de Castilla, llora, suspira y da gracias a Dios; cuando habla, demuestra ser perito en el buen hablar y en el hablar rítmico, acompasado. Y en los primeros versos de la Gesta, el autor ha esbozado el motivo dominante de la narración que sigue, el de la concordia de elementos aparentemente dísonos: las armas y las letras, por enunciarlo con simplicidad.
El cuidado y el arte que el escritor puso en la elaboración del prólogo de la Gesta, nos revela no sólo una alta inspiración creadora, sino también una estudiada técnica de la composición. Eso es, una técnica que regula toda la obra en los muchos recursos de armazón, de estructuración de las múltiples y diversas partes. Desde el comienzo se ve que el autor había concebido su obra dentro de la armadura tradicional de comedia --en el sentido medieval--, que consistía en hacer partir a sus protagonistas, hombres que procedían de la aldea, de unos principios muy bajos y penosos, para hacerlos llegar, tras una ascensión progresiva, a alegre y glorioso fin.
En los comienzos de la Gesta la ambientación es de vacío, de nada, de tristeza, de pobreza, de enemistades, de presagios oscuros, de inseguridad, de soledad, de repulsa de los burgaleses, desde la niña de nueve años hasta el rey Alfonso; ambientación luego de nocturnidad, de enfadoso y obligado engaño a los amigos, de orfandad, de separaciones dolorosas de los seres más queridos; en breve, todas esas negaciones que el autor de la Gesta evoca en su leit motif del destierro y la ira del rey, de aparición intermitente en la narración con virtud de fuerza centrípeta que mantiene los diversos elementos girando sobre un centro único.
Al final de la Gesta, la ambientación sería de plenitud y alegría, de riquezas, amistad, poder, seguridad, de grande y opulenta ciudad, de gozo familiar, de reconciliación gozosa, de bodas honrosas, de ascensión en clase social, de señorío, de amor y gracia real.
Para llegar de aquellos principios a este fin el autor lleva a sus hombres por un itinerario de lenta y progresiva ascensión, sin saltos bruscos, sin caídas ni retrocesos. Para que ni sus criaturas ni sus oyentes --o lectores-- se pierdan, se vale el autor del mencionado leit motif del recuerdo del destierro, que es como una lucecita intermitente, es como un hacer mirar de vez en cuando, en los descansos de la escalera narrativa, a aquel primer peldaño con el consecuente aumento de la perspectiva (veinticinco veces aparece la mención del destierro o la ira del rey desde el v. 14 hasta el v. 1934).
Organización de los motivos
La acción narrativa está vertebrada por una serie de submotivos que, a su vez, van progresivamente creciendo desde un estado de poco o nada hasta el de abundancia o plenitud. Si hubiéramos de escoger el motivo literario que mejor que los demás expresa la dinámica del crecimiento o ascensión de los más bajos principios al más alto fin, sería el de las riquezas. En la carencia o abundancia de haberes se cifra el elemento tangible, conmensurable del fracaso (deshonra) o del éxito (honra). Todo lo que tiene el Cid al comienzo de la Gesta es una hacienda saqueada de arriba a bajo: sin... sin... sin... sin... sin..., expresión polisindética, machacona de la presente carencia, que a su vez evoca y realza la anterior abundancia.
El Cid llegó a un estado de tan gran pobreza que ya no podía más: yo más no puedo (v. 95). Tan desesperada era su situación, que hubo de recurrir a empeñar sus arcas, arcas vacías que no tenía con qué llenar sino de arena. Paso a paso, se encargaría el autor de ir decorando aquel escenario vacío con ricos y diversos haberes --tierras, casas, castillos, caballos, esclavos, oro y plata. Lo primero fue el dinero del empeño: seiscientos marcos (más los treinta de la propina de Antolínez); un poco más tarde irían creciendo y creciendo las riquezas y con ellas los regalos al rey, hasta el punto de conseguir la atención de la corte del rey, hasta el punto de que los Infantes de Carrión quieren casar con las hijas del Cid.
Cuando salió el Cid de Burgos se le negó hospedaje e incluso la venta de víveres; al final de la Gesta aquellos castellanos que le habían cerrado las puertas, salieron de Valencia, donde habían asistido a las bodas ricos (v. 2261). El que estuvo al comienzo tan pobre que no podía más, se vería al final, en compañía de los suyos, tan rico que no saben que se han (v. 1086).
A la par que las riquezas asciende el espacio residencial. En los comienzos es la aldea de Vivar y un hogar saqueado, reducido a escombros. Por los caminos llanos y montañosos, desiertos y poblados, avanzará el Cid para detenerse primero en Cardeña y pasar a los castillos conquistados de Castejón y Alcocer, hasta establecerse definitivamente en la buena casa de Valencia, su heredad.
En cuanto al tiempo, se expresa el crecimiento del personaje central, el Cid, en la barba que le ha crecido y es tan larga que se admira el propio rey:
catándole seía la barba, que tan aína le creçiera (2059).
¡Tanto tiempo hacía que le había desterrado! Crecieron las hijas del Cid, a los comienzos ifantes... de días chicas (v. 269), al final esposas de Los Infantes de Carrión.
Con el paso de la acción crecían las mesnadas del Cid. Cuando entró en Burgos llevaba unos sesenta hombres, pero ya en Cardena contaba con ciento quince; en la sierra de Miedes, trescientos; en Valencia, tres mil seiscientos. También habían crecido las tropas enemigas, hasta llegar a cincuenta mil los moros que los del Campeador derrotaron en Valencia (¿cuántos serían éstos?).
A propósito de las mesnadas del Cid, es interesante notar como progresó la estrategia del Cid, su habilidad en dirigir los asuntos que le apremiaban, desde el empeño de las arcas de arena hasta las estratagemas de diversa especie, que a su vez progresan desde la çelada de Castejón, el arte de Alcocer y las corridas por tierras del Conde de Barcelona, hasta la gesta de Valencia. Y simultáneamente se nos ha ido hablando de la estrategia de las dádivas al rey («dádivas quebrantan peñas»), cada vez más crecidas.
Si la conquista de Valencia fue la operación bélica más gloriosa del héroe, en el curso de la acción literaria del CMC no fue sino un paso adelante hacia la reconciliación de éste con el rey. Esa reconciliación hubiera sido imposible sin la intercesión de Minaya en su papel de hombre bueno. El autor se esmera de una manera particular en el arte de preparar el ánimo del rey y acercarle gradualmente al amor del Cid. Todo empezó con una vaga sugerencia de Minaya, apenas recogieron los frutos del primer botín (v. 495). Siguió más tarde la primera embajada de Minaya que lleva al rey los primeros presentes de parte del Campeador --treinta caballos. El rey se mueve a perdonar, por lo pronto, a Minaya. Se sugiere que dentro de tres semanas-- tras la tercera embajada-- se dispondrá a perdonar al Cid. Nueva embajada de Minaya --ahora con cien caballos-- que viene a interceder por la mujer y las hijas del Cid. El monarca accede complacido y devuelve al Cid la propiedad de los bienes confiscados. Tercera embajada de Minaya --ésta con doscientos caballos--, cuando consigue por fin el perdón para el Cid. Un poco más tarde el rey de Castilla y el señor de Valencia se reconciliarían pública y solemnemente.
Es más, mediante las dádivas el Cid lograba cambiar también progresivamente el ánimo de sus enemigos, muchos de los moros conquistados, que terminaban por bendecirle, y el Conde de Barcelona, que acabó por maravillarse de la generosidad del Campeador. Es decir, el movimiento ascendente en este caso consiste en el progreso de unos comienzos de guerra y enemistad a un f1nal de amor y paz.
La paz y el amor son concomitantes con la riqueza al culminar la Gesta. Los Infantes de Carrión habían traído a Valencia el aire de distinción , el refinamiento y la quietud de la corte. El autor lo supo expresar bien en el elogio final a su caminar tranquilo y agraciado:
¡de pie y a sabor, Dios, qué quedos entraron! (2213).
Este movimiento continuo, sin titubeos ni retrasos, que abarca a las personas, a las cosas, al ambiente, tanto a lo fisico (pobreza-riqueza) como a lo psicológico (lágrimas-alegría), recibe expresión lingüística en uno de los versos del texto; las criaturas del CMC, crecerían por su renuncia al inmovilismo (nótese la figura litotes en el verso, para destacar que el que se mueve de un lugar para otro, progresa):
qui en un lugar mora siempre, lo suyo puede menguar (948).
Las frecuentes apariciones de vocablos como rey, condes, infantes, infanzones, vasallos, caballeros, peones, nos hablan de una sociedad muy consciente de clases jerarquizadas y, por lo común.. estratificadas. A la reconciliación del rey y el héroe quiso el autor añadir una nota de ascensión y glorificación mayor: la elevación de clase al casar las hijas del infanzón con infantes. De esta manera se lograba entroncar --en la fábula poética-- a los descendientes de Vivar con la casa de Carrión e integrar así el señorío de Valencia dentro de la nobleza castellana.
Uno puede notar con facilidad y entusiasmo que el protocantar castellano está dotado de estimables valores de integración de significados, favorecidos con la buena ilación de episodios en dependencia y causación mutua.
SEGUNDA PARTE DEL CMC
Y ahora pasemos a la Segunda Parte del Cantar de Mio Cid, que aquí se va a conocer también como Razón de Mio Cid, de acuerdo con la nomenclatura dada por el propio autor en el verso final:
en este logar se acaba esta razón (3730).
Esta Segunda Parte es una estupenda continuación de la Primera, en cuanto que continua se nos presenta la escena, la onomástica, continuo es el estado matrimonial de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión. La Segunda Parte arranca de la Primera y en ella se basa, pero goza de unicidad propia, singular. Apenas podrá justificarse como epopeya, ya que carece de acción bélica de importancia; en todo caso se aproxima a la epopeya «ética», al ocuparse principalmente de los pensamientos y los sentimientos de los personajes. Es por esto por lo que le viene muy bien el título de Razón, que le dio su autor; por esto ha sido llamada por críticos modernos «novela psicológica».
Eso de «novela psicológica» resulta terminología demasiado moderna para tratar de explicar la armazón de la obra; terminología moderna y, además, poco estructurada en sus componentes como para poder servirnos de guía iluminadora en el análisis de las partes y los temas que integran la Razón de Mio Cid.
Al explicar el movimiento narrativo de la Gesta, lo hicimos bajo la definición clásica y medieval de comedia, concepto que no nos vale para la Razón, cuya trama, en todo caso, parece más cercana al concepto también medieval de tragedia (trata de grandes príncipes que terminan en desenlace catastrófico para ellos). No obstante, su mezcla de elementos heterogéneos impide que se la pueda considerar propiamente como tragedia. Como la Gesta, la Razón goza de inspiración poética y, al mismo tiempo, de lograda técnica en su estructuración, técnica que parece responder a la explicada en la Rhetorica ad Herenniam como genus narrationis, quod in personis positam est, o sea, «arte literario de la caracterización», o como prefiere un traductor contemporáneo: «novela psicológica». No nos atreveriamos a afirmar que el autor de la Razón se guió por la retórica al componer su obra; pero a los lectores, la retórica nos ayudará para comprender y explicar mejor la estructuración de los componentes literarios de la obra.
Estructura y organización: He aquí en cuadro esquemático las cualidades que la retórica asigna al mencionado género narrativo (cf. bibli. 212, II, p. 456):
ESTILO: «lenguaje festivo».
Se distingue la Razón por la gracia especial, el desenfado, el donaire, el humor y la ironía que se trasluce en la conversación de los personajes y en las acotaciones del cronista. Tan pronto da comienzo, saltan a la vista sus tonos humorísticos y burlescos, tanto más chocantes por tener de fondo el pavor que ha infundido un león aterrador; tanto más distintivo si se compara con el exordio de la Gesta, traspasado de lágrimas, suspiros, dolor y presagios oscuros. Si el autor de la Gesta era consciente del movimiento ascensional de sus personajes, el de la Razón no lo es menos del juego de los suyos:
no viestes tal juego como iba por la carte (2307).
En servicio del humor hace alarde el autor de figuras apropiadas, como la caricatura del obispo fanfarrón, quien tras apurar el cáliz de la misa, no paladeaba otro sabor que el de matar moros, y en esto cifraba él su misión en Valencia. Los enemigos del Cid le caricaturizan por su barba espantosa; el Cid caricaturizaba a su enemigo por su barba rala y desigual; caricatura era la de Ansur González, que entraba en palacio arrastrando el brial. También se emplea el sarcasmo, expresiones intencionadamente despectivas y zahirientes.
La nota más alta del estilo de la Razón es, sin duda, la de la ironía, que mucho tiene de juego en las incongruencias que se dan entre el fondo y la forma, entre la realidad y la apariencia, entre la palabra y la intención, entre las esperanzas y los resultados, entre las oraciones a Dios y los hechos de la vida, etc.
PERSONAJES: «desemejanza de caracteres».
La trama de la Razón está montada sobre el conflicto, el antagonismo entre los bandos, el encuentro de voluntades, la antipatía irreconciliable. El movimiento narrativo ha dejado de ser el lineal ascendente de la Gesta, para hacerse sinuoso, lleno de altibajos, recodos y contrastes; el nervio estructural de la narración permanece tenso por la oposición de las intenciones de los personajes, sus acciones, sus palabras, incluso su atuendo. Protagonistas y antagonistas se proyectan sobre un telón de actitudes reaccionarias, irracionales o grotescas, de intereses incompatibles, de sentimientos discordes.
El contraste entre los personajes se hace patente, como la festividad del estilo, en el pórtico mismo de la Razón. Ante el león que se escapa de la red, los Infantes de Carrión huyen y se esconden; los vasallos, por el contrario, acuden a proteger a su señor; mientras todos aparecen sobresaltados, el Cid está durmiendo, y cuando se despierta, tranquilo, se viste y se adelanta hacia la fiera; el león que había aterrado a todos, envergonçó ante el Campeador.
Apenas repuestos del susto del león, les llegan noticias de que Búcar ha sitiado Valencia. Ante la amenaza de los moros los Infantes de Carrión no se muestran menos pusilánimes que ante la fiereza del león. El autor aprovecha el episodio de Búcar más que como acción bélica o épica, como bastidor en que denunciar la frivolidad y turbación de los de Carrión. Para lograrlo, las compara y contrasta con la voluntariedad de Muño Gustioz (v. 2330); con la seguridad del Cid (v. 2337); con el arrojo de Pero Bermúdez (v. 2358); con la fogosidad del obispo (v. 2371); con el impetu de los vasallos, los de Mio Çid (v. 2402); con la matanza a manos de Minaya (v. 2454). La actitud de los Infantes no se contrasta solamente con la de las mesnadas, sino también con el sentimiento de los cristianos en general, aquellos que maravillados se llegaban a aumentar las filas del libertador de Valencia; de lo que los Infantes de Carrión se maravillaban, era de la conducta de tales cristianos, cuando ellos no podían aguantar ya más tan lejos de Carrión (vv. 2344-9).
No paraba ahí el arte contrastivo del autor de la Razón. Se aprovecha el viaje de vuelta a Carrión para denunciar la avaricia de los Infantes frente a la hospitalidad y generosidad del moro Abengalbón; para condenar la alevosía de los nobles frente a la fidelidad del moro latinado, que velaba por la seguridad y los intereses de su señor Abengalbón. No sólo los vasallos del Cid y los cristianos eran personas más decentes que los Infantes de Carrión, sino también los moros.
Y en el robledal de Corpes, la crueldad sádica de los dos hermanos rayaría en monstruosidad al cebarse en la tierna debilidad de sus esposas, tan blancas como el sol. Llevado a cabo el atropello, ambos se jactarían de su fechoría, y fue aquella la primera vez que se alegraban de algo (v. 2762). El escarnecimiento llenó de dolor al Cid y los suyos, causó gran consternación entre los vecinos de San Esteban (v. 2821) y pesar sincero al rey Alfonso (v. 2825).
La afrenta en el robledal constituía literariamente una auténtica peripecia dramática, a partir de la cual la desemejanza de los caracteres se enriquecía con un nuevo rasgo caracterizador: se efectúa un cambio en el modo de sentir y actuar de los personajes hasta el punto de darse la desemejanza de cada personaje consigo mismo; el de antes y el de después de la afrenta. Los Infantes, antes del escarnio, habían mostrado cierta preocupación por sus esposas, porque pudieran quedar viudas (v. 2323) y habían hablado de ellas como nuestras mugieres que habemos a bendiçiones (v. 2562); más tarde las despreciarían por no servirles ni para barraganas (v. 2759). Con respecto al Cid, como suegro, habían declarado: por vos habemos hondra (vv. 2529-30); después de la afrenta se sentirían honrados por haber roto el parentesco: porque las dexamos hondrados somos nos (v. 3360). También el monarca, conocida la infamia, cambiaría de parecer (vv. 2956-8). En cuanto al Campeador y a Minaya, su previo amor y su admiración se trocaría en rencor (vv. 2916, 3437). Por fin, y como hecho culminante está el del Cid que despojaría a los de Carrión, lenta y progresivamente, de lo que les había dado antes: las dos espadas, los muchos haberes y, claro está, el honor.
En la Rhetorica ad Herennium, se enumeraban las cualidades que debiera tener la buena delineación de los caracteres contrastados con parejas antitéticas, de manera que cada una de ellas se robusteciera al contacto con su opuesta; tales cualidades se despliegan en la Razón, en rica gama de particularidades, como se ve en la enumeración que sucintamente sigue.
Gravedad / lenidad.
jocosidad de los vasallos / gravedad del Campeador (vv. 2307-8).
bromas del Cid / pavor de Búcar (vv. 2411-2).
vagar del Cid / impaciencia de Minaya (vv. 2364-7).
sosiego del guerrero / fogosidad del obispo (vv. 2382-3).
belicosidad del Cid / lascivia de los Infantes (vv. 2333-6).
solemnidad de las asambleas / comidillas de los Infantes (vv. 2511, 2538).
integridad de Abengalbón / alevosía de los Infantes (vv. 2654-5; 2662-3).
rectitud justiciera del rey / soborno de los Infantes (vv. 2960; 2989-90).
religiosidad del Cid / irreverencia de Ansur (vv. 3049-51; 3375, 3384)
barba íntegra del Cid / barba vilipendiada de don García (vv. 3286-90).
cortesia del rey / inurbanidad de los de Carrión (vv.3107-12).
admiración de la asamblea / vergüenza de los Infantes (vv. 3123-ó).
Esperanza / miedo.
confianza de los vasallos / pánico de los Infantes (vv.2285-90).
esperanza de ganancias / temor de no ver Carrión (vv. 2315-22).
miedo de las esposas en Corpes / esperanza de ver al Campeador (vv. 2741-2).
anhelante esperanza de Félez Muñoz / su miedo a los Infantes (vv. 2787-95).
miedo tras el repudio / esperanza de mejores casamientos(vv. 2867; 2892-3).
Sospecha / comezón.
Bajo estas cualidades entra la actitud suspicaz de los personajes principales de la Razón. Los Infantes sospechaban que todo lo que en Valencia acontecía iba destinado para su mal (vv. 2322; 2464); estas sospechas infundadas produjeron el acuciante deseo de vengarse. Pero las sospechas no eran exclusivas, ni mucho menos, de los de Carrión; de una manera o de otra los Infantes se encontraban sujetos a una densa red de espionaje: cuando hablaban en secreto se enteraba Muño Gustioz (vv. 2324-5) o el moro latinado (vv. 2666-8); parece ser que cuando huyó Fernando del ataque de un moro, presenció su retirada Pero Bermúdez (vv. 3322-3). Cuando Los Infantes partieron con sus esposas para Carrión, fueron grandes las sospechas del Cid, fundadas en ciertos agüeros (vv. 2615-6); grande fue también su deseo de saber qué iria a pasar, por lo que le comisionó a Félez Muñoz que les acompañara para traerles nuevas (vv. 2620-2). Cuando Los Infantes, en Corpes, ordenaron a sus hombres seguir adelante, Félez, sospechoso, volvió para atrás y se escondió por ver si veía venir a sus primas (vv. 2769-70).
Disimulo / error.
El disimulo en unos personajes lleva al error a otros. En la Razón se encuentran términos que apuntan a la disimulada maldad de los Infantes como «traidores» (vv. 2681, 2722, 3343, 3350, 3371, 3383, 3442, 3484), «alevosos» (vv. 3362, 3383), «mentirosos» (3313, 3371). Estos términos, como la actitud, son exclusivos de la Razón. Como recurso artístico, la cualidad disimulo / error, es particularmente eficaz en la tragedia, en el drama y la novela; sus efectos son los de soliviantar al público, al lector, que se agita y encona al ver a los buenos víctimas de la hipocresía, disimulo y simulación de otros personajes. La simulación puede ser, a veces, bien intencionada, como en el caso de Pero Bermúdez, quien al principio asintió a los alardes de valor de Fernando de Carrión (v. 2340), por evitar las burlas de los demás vasallos, vedadas por el Cid (v. 2307); el consiguiente error en la valoración de los Infantes fue inevitable, y de él fueron víctimas Minaya (vv. 2460-3) y el mismo Campeador (vv. 2477-9). El público se impacienta más y más cuando, sabedores de la conspiración (vv. 2544, 2555), ven a los Infantes acercarse al Cid con mentidas promesas (vv. 2563-5) y a éste tan crédulo (v. 2569), que no sólo les entrega sus hijas, sino que también les colma de dones.
Misericordia.
Se puede apreciar esa misericordia del autor en el respeto a la vida: no consiente que mueran las hijas del Cid, ni que mueran --por razón de la justicia dramática, que no permitia un castigo más duro que la ofensa-- los Infantes de Carrión en los duelos del final. Al narrar la afrentosa acción de Corpes, el autor gustaba de saltar de los tormentos físicos al dolor psicológico, de la piel al corazón. El cuidado del autor de la Razón por evitar los excesos de crueldad en una ocasión tan tentadora como la afrenta de Corpes es excepcionalmente meritorio; téngase en cuenta que otros cantares de épica medievales son conspicuos por las sangrientas luchas y muertes, contra los moros, contra los cristianos, contra miembros de la familia. En la Razón, el público es movido más a la ternura y compasión que al odio; se describe con mayor demora el dolor de las almas buenas (los familiares, los vecinos de San Esteban, el buen rey Alfonso) que la acción del escarnecimiento.
Tal moderación y mesura estilistica, tal misericordia, responde, creo yo, no tanto a un concepto cristiano —cristianas eran las otras epopeyas sangrientas— como a un refinamiento estético de herencia clásica. Cuando Horacio se dirigía a los jóvenes escritores, interesados en el arte del drama y la tragedia, les amonestaba a que procuraran no presentar en escena a Medea descuartizando a sus hijos a la vista del auditorio —coram populo— ni a Anteo ocupado en cocer a las claras --palam-- las entrañas de los humanos (Arte poética 185 ss.).
SUCESOS: «variedad en los episodios».
Mientras en la Gesta se repiten los viajes, los combates, las embajadas, los regalos, en la Razón, mucho más corta, pasan más cosas, mejor dicho, hay más variedad de acción: vida en palacio, y vida agitada; guerra en los campamentos; viajes; afrenta en el robledal, y de noche; cortes y retos; vigilias; duelos; nupcias. Naturalmente que la variedad es tanto más rica cuanto que contrastan tanto y cambian tanto los pensamientos y sentimientos de los personajes.
La casualidad y la sorpresa parecen estar ausentes en la Gesta, en la que toda la acción fluye en un curso inintertumpido de ascensión gradual; en la que las realidades responden adecuadamente a los deseos, oraciones y planes de unos protagonistas que no tienen antagonistas eficaces, duraderos; la intriga, por lo tanto, es mínima; la peripecia, inexistente. La Razón, por el contrario, está minada de contratiempos inesperados --inesperatum incommodum--, de los que no escaparía más tarde o más temprano ninguno de los personajes.
Nada más que abrirse el exordio acaece el contratiempo del león:
mala sobreveenta, sabed que les cuntió (2281);
contratiempo adverso para todos, pues, aunque al parecer no afectó al Cid en su persona, sí le afectaría en las de sus hijas (vv. 2555-6). Contratiempo inesperado a los Infantes fue el ataque de Búcar a Valencia (v. 2320). Y ¿quién habría de decirles al Cid y su esposa lo que les pasaría a sus hijas camino de Carrión (vv. 2603-5) ? Tampoco el rey se había sospechado el fracaso de los casamientos:
¡Siquier el casamiento fecho no fuese hoy! (2958).
Los vaivenes de la fortuna --fortunae commutatio-- que preceptuaba la retórica, se logran en la Razón en ese saber contrarrestar los contratiempos con las sorpresas de alegria --subita laetitia. El autor se deleita en tirar y aflojar la tensión de sus personajes (de su público). El pavor inesperado ante el león cedió a la alegría de la mano maravillosa del Cid:
a maravilla lo han quantos que hy son (2303).
A mayor peligro, mayor alegría, como cuando Félez pudo notar que sus primas, dejadas por muertas, abrieron los ojos y le miraron (2777, 2790-1). No obstante, la máxima realización de la alegría súbita tiene luger cuando en las cortes, como llovidos del cielo, aparecen los Infantes de Navarra y Aragón a pedirle al Cid en casamiento sus hijas, poco antes objeto de atropello y repudio (vv. 3392 ss.).
Esta inesperada alegría contribuye, con el triunfo de los del Cid en los duelos contra los de Carrión, al desenlace feliz --iucundus exitus rerum-- que exigía también la Rhetorica ad Herennium. La aparición repentina de los Infantes de Navarra y Aragón para ennoblecer a las hijas del Cid, y en ellas a él, su familia y sus mesnadas, viene a solucionar el problema que el repudio de Corpes había introducido en la acción del drama; como tal es el primer paradigma castellano del viejo recurso del deus ex machina, tan socorrido en la técnica dramática. Reparado el repudio de las hijas del Cid, se reparó también el honor mediante la venganza, no ruín e infame como la de los Infantes, sino de acuerdo con las leyes del reino, bajo la autoridad del monarca y el dictado de los jueces. Filosóficamente, el iucundus exitus rerum se lograba en el triunfo de la justicia, justicia literaria, justicia del reino, justicia de Dios.
CUESTIONES DE CRITICA LITERARIA
Entre los eruditos de todos los tiempos y de todos los lugares se destaca Ramón Menéndez Pidal, ilustre filólogo e historiador, que ha dominado casi por complete el campo de los estudios sobre el Cid Campeador, el de la historia y el del Cantar, que él quiere y trata de identificar. Su hegemonía ha ocupado todo lo que llevamos de nuestro siglo.
Sin querer ser injustos, podríamos decir que los estudios de Menéndez Pidal y de su numerosa escuela se distinguen por su prurito de investigación y ensalzamiento de los aspectos históricos, geográficos, filológicos, nacionalistas, políticos (democráticos, monárquicos), folklóricos, religiosos del CMC. La obra magna de Menéndez Pidal, Cantar de Mio Cid. Texto, gramática y vocabulario, publicada en tres volúmenes en Madrid, en los años 1908-11, carece de rival, es insuperable dentro de su enfoque. Es sorprendente y un fenómeno quizás único, que la crítica miocidiana haya permanecido completamente al margen de las corrientes tan diversas, tan impetuosas y abarcadoras de la critica literaria de nuestro siglo; de nadie, en el grado que de Menéndez Pidal, se ha creido que lo ha dicho todo en materias de poesía.
En una de sus últimas copilaciones recogió Menéndez Pidal una serie de estudios suyos publicados a lo large de ubérrimos años y la tituló En torno al poema del Cid (Barcelona, 1963). Con la expresión en-torno quedaba caracterizado estupendamente el campo de su labor, pues sus estudios, más que en las entrañas del protocantar castellano, se enfocaban sobre su ambiente histórico-geográfico, sobre el mundo de su en-torno. La obra crítica de la escuela pidaliana, la escuela neotradicionalista, ha sido de carácter externalista o, como a mí me gusta llamarla, estudios de exocrítica: preocupación erudita enfocada particularmente sobre el exoesqueleto de Mio Cid, sobre las disciplinas de soporte periférico: filología, historia (civil, social, política, económica, eclesiástica), geografía, folklore, jurisprudencia, numismática, literatura comparada, etc.
Los estudios de Ménéndez Pidal, reconózcase en honor de la verdad, han sido indispensables para una major intelección del CMC, gracias a ellos la esotérica obra se nos ha hecho exotérica. Pero Mio Cid no debe seguir para siempre bajo la hegemonía absoluta de la exocrítica, pues corre el riesgo de permanecer siendo poco más de un bello y todo lo precioso que se quiera florileglo de información lingüística, histórica, topográfica, folklórica de la vieja Castilla.
El exocrítico ha tendido a salirse del mundo de pordentro del CMC, como fábula epico-dramática, al de entorno, como si fuera un documento histórico. Se entretiene más el exocrítico con la investigación del escritor que la del escrito, con el marco cultural que con la urdimbre del interior, con las personas históricas que con los personajes del drama, con la materia ideológica que con las formas estilísticas. Como el exocrítico atribuye el más alto valor a la historia, no es de extrañar la conclusión de Menéndez Pidal, con propósito de elogio: «En suma... el Cantar tiene un carácter eminentemente histórico» (cf. bibli. 260. p. 23). Y, sin embargo, el CMC como documento histórico es sumamente sospechoso.
Al lado del sólido bloque de los críticos externalistas del CMC, con sus vastísimos conocimientos y su impresionante aparato de documentación, ha subsistido a través de los tiempos, como en simbiótica adherencia, un puñado de críticos de apetencias y gustos por el interior de la fábola miocidiana; gracias a ellos no se han olvidado del todo los valores literarios de Mio Cid. Son estos críticos los que se han encargado de desentrañar y airear los aciertos de creación poética, la estructura, el estilo, los temas, etc.
En estos últimos años, y a manera que se deja de sentir la influencia de Ramón Menéndez Pidal, no dejan de oírse voces de protesta entre los críticos de todas las naciones contra el prolongado estancamiento de los estudios miocidianos en la periferia histórico-cultural, con llamamientos a un estudio más interno, más literario, que responda mejor a las nuevas corrientes de la crítica del siglo xx, reaccionaria contra los gustos y procedimientos de los románticos y posrománticos.
¿Quién ha dicho que los nuevos métodos no son valederos en el campo medieval?
En esta edición del Cantar de Mio Cid, como he hecho en mi libro Mio Cid. Estudios de endocrítica (Barcelona, 1975), quisiera contribuir a escudriñar y exponer el mundo, no del en-torno, sino del por-dentro, de lo que es esencialmente una fábula épico-dramática, una obra que pertenece a la literatura, al arte. Llamo a esta tarea de endocrítica: examen del endoesqueleto de Mio Cid, la estructuración interna de sus partes, su funcionamiento orgánico, concebida como un sistema nervioso; la obra es el cerebro impreso de su autor. La tarea del endocrítico es el análisis de la constitución interna de la obra, dentro de su ambiente cultural, con miras a esclarecer la organización artística de sus componentes; cómo los diversos incidentes están arreglados en torno a un tema central coherente. Sostiene la endocrítica que los diversos episodios de la obra son como piezas de un engranaje en acción; prohíbe rotundamente que el CMC se visite o use como si fuera un almacén de repuestos. En suma, para la endocrítica, el CMC tiene un carácter eminentemente literario.
Se distingue el CMC, entre otros cantares congéneres de la época, por mencionar lugares en su gran mayoría existentes (a veces su ubicación no es exacta) y por dar a los personajes nombres en su gran mayoría existentes en los documentos de la época (hay excepciones contradictorias como los nombres de las hijas del Cid, el abad de Cardeña, los Infuntes de Navarra y Aragón y otros enteramente ficticios). Sin embargo, de los episodios que sostienen la narración, apenas pasan de dos los de solidez histórica: el destierro del Cid (históricamente fue desterrado dos veces) y la toma de Valencia. La gran mayoría de los acontecimientos narrados, los más importantes en cuanto a la estructura, el tema y el estilo, son de pura invención literaria, de ficción poética (como el empeño de las arcas, la versión que se da de la prisión del Conde de Barcelona, los sucesos de Zaragoza, Murviedro y Valencia; las bodas de las hijas del Cid con los Infantes de Carrión; más casi la totalidad de la Razón.
Como conclusión sobre el tema tan debatido de la historicidad, dígase que el puede considerarse como el cantar de gesta medieval más verdadero en la topografía, más lleno de nombres históricos, más enfocado hacia un suceso histórico como uno de los asuntos centrales. Sólo en ese limitado sentido puede hablarse de que el CMC sobresale por su historicidad: historicidad muy parcial, muy relativa.
Esta edición y los estudios de endocrítica pueden decepcionar al lector que guste de enorgullecerse de los héroes patrios: los grandes soldados, los indomables guerreros, patrióticos, cristianos, los exterminadores de enemigos. En cambio, puede que iluminen a los que prefieren entusiasmarse al contacto con los buenos, buenísimos escritores castellanos, los que con el supieron instruir, deleitar y amonestar a su público con tan extraordinario arte en los albores mismos de las literaturas románicas. Dichoso el Cid, no porque conquistara Valencia a los moros (de hecho Valencia se perdió aun en vida de su esposa), sino porque encontró insignes cantores que le inmortalizaron como hombre ejemplar en un momento imperecedero. Del momento nos preciaremos siempre.
Todo arte se vale de una técnica y la técnica del arte medieval es la del ejemplo que algunos definían en el medievo como «dicho o hecho de alguna persona histórica digno de imitación». Mediante el ejemplo, el escritor disolvía lo regional y anecdótico-histórico, para convertirlo en universal y emotivo-poético. La conducta del Cid Campeador, gracias al arte del ejemplo en el CMC se hacía prototipo de conducta humana; su emotividad toca a todo atento lector que vicariamente se integra en la comunidad miocidiana.
El ejemplo literario es algo muy superior al relato de un suceso histórico: éste tiende a ser vehículo de información, aquél va revestido de poderes ilusorios que actúan como factores del sentimiento, impresionan, emocionan y mueven. Acerquémonos a los individuos de la sociedad miocidiana, no como personas de una sociedad histórica sino como personajes de un drama, liberados ya de los vínculos de limitación local y temporal, revestidos de atemporalidad y universalidad, con función de personificar vicariamente al oyente o lector de muchas épocas y de diversas culturas.
Mediante el ejemplo literario se logra que la persona excepcional histórica, la de carne y hueso que inspiró al escritor épico, se despegue de su pasado concreto lo bastante como para actualizarse en testimonio continuo. Esa actualización se produce mediante los móviles de la contemplación. El autor escribe de manera que se le facilite a su público la contemplación de los personajes en acción; a ese fin se encamina su arte.
En la contemplación, el sujeto suspende un tanto sus potencies discursivas, puramente racionales, para avivar la imaginación; el sujeto participa de la vivencia de los personajes y, ora simpatizante, ora antipatizante, no escapa a convivir su destino, sus penas, sus glorias y su felicidad final; con los personajes se alegraría o irritaría, lloraría o sonreiría. El valor, pues, de la obra literaria ha de juzgarse en la medida que logre tales efectos y no hay duda que el raro inventor del llenar de realidades la imaginación contemplativa de su público.
El arte del CMC es de veras realista en la línea de lo literario, entendido como arte de hacer ver, de hacer una escena contemplable, experimentable. ¿Qué importa que lo relatado haya o no sucedido con tal que suceda en la imaginación del lector? A veces, como en elepisodio del león, se hace realidad contemplable lo que no es verosimilmente atestiguable. El realismo del CMC consiste en que el autor más que describir o contar, muestra.
Ya el primer editor del CMC, Tomas Antonio Sánchez, supo hacer las siguientes observaciones: «nos presentan las costumbres de aquellos tiempos y las maneras de explicarse aquellos infanzones de luenga y vellida barba, que no parece sino que los estamos viendo y escuchando» (cf. bibli. 358, p. 229). A esa operación del lector de ver, a ese tipo de realismo llamaron los latinos evidentia (de videre).
El CMC se abre con una visión; se induce al publico a mirar y ver a través de los ojos llorosos del protagonista. ¿Qué se ve? Ausencias de cosas enumeradas minuciosamente: sin... sin... sin... sin... sin... El narrador no describe o cuenta, muestra el vacio, la nada. Realismo del raro inventor castellano que concibe la obra -¿la vida?- como una ficción que debe expresarse en realidades visibles y vivibles, como videncia y vivencia. Escuchemos también, a este propósito, a Don Quijote y cómo hablaba de su experiencia en la cueva de Montesinos: «la más sabrosa y agradable vida y vista que ningún humano ha visto y pasado».
Realismo literario no es historicidad o exactitud geográfica. Sin embargo, en virtud de facilitar la contemplación, el autor procura usar nombres de la tradición local y lugares familiares y asi lograr la identificación del publico con el personaje. Qué ilusión y deleite contemplar aquellos hechos extraordinarios que habían (debían haber) sucedido en su tierra, entre sus paisanos. El ejemplo se tornaba más cercano, más imitable.
El critico literario no aprecia el CMC por su información como documento, sino por su interpretación de la conducta humana. Sería ocioso preguntarse si Raquel y Vidas fueron judíos (contraproducente esforzarse por demostrarlo), si el Cid Campeador fue un hombre supersticioso; si consta que Pero Bermúdez fuera tartamudo; si de veras se guardaban leones en el palacio de Valencia; si Elvira y Sol pudieron ser nombres dobles de Cristina y Maria; si las hijas del Cid casaron con los Infantes de Carrión o con los de Navarra y Aragón, o si con los unos y los otros; etc. Preguntas de este tipo extraen el órgano de su cuerpo e impiden el recto funcionamiento del uno en el otro; endocríticamente hablando, son tan superficiales y dañinas como la de discutir si tendría nueve años o más bien diecinueve la niña aquella que en Burgos se plantó delante del Cid a amonestarle sobre su conducta.
El CMC no es una galería de retratos, es una comunidad atareada en las relaciones de sus miembros. La actitud de cada personaje ha de analizarse bajo el criterio de la integridad de la obra total sin interés por sacrificar a ninguno de ellos en aras de prejuicios periféricos (por ejemplo, en aras del antisemitismo sacrifican unos al Cid, otros a Raquel y Vidas; en aras de un democratismo anacrónico sacrifican algunos comentaristas al rey y a otros miembros de la nobleza).
En la comunidad miocidiana hay «buenos» y «malos». Se distingue en este aspecto el CMC por no darse en él excesos de parcialidad, con lo que el autor consigue dar a la narracíon épico-dramática un alto grado de racionalidad y equilibrio. No sólo la conducta de los «buenos» refleja una personalidad cabal, sensata; la de los «malos» es también digna de hombres, y si no es justificable desde el punto de vista moral, ni imitable, resulta, sí, convincente, explicable desde su propio punto de vista personal. El antagonista no es presentado como mamarracho o fantoche extravagante, sino como digno contrincante, fuerte adversario.
Con todas estas cualidades literarias consiguó hacer el autor del CMC una epopeya y un drama existenciales, de testimonio, si se quiere. Uno llega a explicarse, sin salirse del texto, el porqué de la ira del rey, de la arena de las arcas, de la ciega confianza de Raquel y Vidas, de la agresividad del Conde de Barcelona, del interés de los Infantes de Carrión por las hijas del Cid, del amor final del rey. Es más, incluso la traición de los Infantes en Corpes no carecía de motivos serios, pues, habiendo llegado a Valencia en busca de la prometida riqueza y felicidad, se encuentran acosados por fieras y por moros y, lo que era peor, por las burlas de los duros guerreros que no paraban ni de noche ni de día. Tantas burlas empujaron a los Infantes a la neurastenia --aun lo dicho por bien lo tomaban a mal--, que degeneraría en esquizofrenia con efectos de doble personalidad: amorosos y sádicos, miedosos y fanfarrones, urbanos y traidores, débiles y belicosos, autosuficientes y sobornadores, etc. Y a pesar de todo, en virtud del logrado arte épico-dramático, no se haría imposible comprender el proceso de empeoramiento psicológico de los Infantes que se veían expuestos, como en un callejón sin salida, al abuso de la fuerza de los rudos vasallos del Cid.
La motivación que, buena o perversa, empuja a obrar a cada personaje, produce la justificación literaria, la que enlaza entre sí los variados episodios, las diversas acciones parciales confiriéndoles orientación y sentido temático dinámico y unívoco.
Suele decirse de la narrativa medieval que se caracteriza por una elemental estructuración de elementos que no va mucho más allá de la yuxtaposición de episodios, sucesos, incidentes; a éstos se les da una unificación artificial mediante su atribución, a menudo poco convincente, a una misma persona; así, Berceo acumulaba en un mismo santo multitud de milagros; el Arcipreste de Hita se retrataba como protagonista de las aventuras más heterogéneas; don Juan Manuel ponía en boca de un mismo narrador cuentos muy diversos; incluso a la muy posterior novela picaresca se le ha achacado cierto descuido en la trabazón bien motivada de las aventuras del protagonista. Hasta el punto que podría afirmarse que la transposición de los milagros, cuentos y muchas de las aventuras de estas obras no habría destruido su valor literario; su valor total es la suma de los valores parciales, los valores de cada episodio individual que estaba elaborado con carácter monolítico.
En el CMC, en cambio, coda episodio e incidente está elaborado como sección estructural de una gran pirámide; no es posible, pues, trastocar uno solo de ellos sin causar irreparable injuria a su dinámica de movimiento convergente.
También es rara y estimable cualidad en el arte del CMC, el aprovechamiento del episodio para revelar e iluminar el carácter de los personajes, sobre todo en la Razón; por ejemplo, en los episodios del león y el combate con Búcar el fin primordial es la presentación de los diversos caracteres, enfrentándolos unos con otros; otro tanto podría decirse de las cortes de Toledo.
Se destacan los personajes del CMC por su humanidad, por su apego a la tierra, por conducirse por valores existenciales de comprensión universal. También en este aspecto se puede hablar del realismo del alma de los personajes. Arriesgan éstos poco por un ideal, por el amor a otros hombres o el amor a Dios. Piensan en sí mismos y en los suyos, con valores materialistas en el mejor sentido de la palabra, valores fisicos, tangibles: la ganancia. Era ésta el móvil que dignificaba, daba jerarquía y vinculaba a las criaturas de aquella comunidad. La ganancia fue, en la Gesta, la que hizo posible aquella alegría final. La honra era un valor muy sutil e inconmensurable, por lo que el autor se la explicaba a su público en proporciones de bienes sustanciales; el poder dicta el deber. Aun hoy día se oye decir «pobre pero honrado», como si la honradez en el pobre fuese un mirlo blanco. El autor del CMC no se engañaba ni quería engañar al justificar las acciones de sus héroes por la necesidad de ganarse el pan, primero, de enriquecerse más y más a continuación.
Precisamente par ser un hombre materialista, por no ser un fanático perseguidor de un ilusivo ideal, convence el Cid, como personaje central, en su equilibrio entre los impulsos extremos. Mio Cid es un guerrero a la vez bravo y manso; su bravura salva a su mansedumbre de caer en la pusilanimidad; su mansedumbre salva a su bravura de la crueldad.
La contemplación del héroe del CMC no produce deleite, placer estético, no porque fuera persona histórica, porque de hecho viviera, porque lo narrado de él así sucediera, sino porque así soñamos todos que debieron ser los héroes, porque así querernos que sean: modelos de conducta humana, hombres que logran concordar las tendencias que nos empujan hacia la extremosidad. Piénsese en Eneas, un héroe pagano, que fue cantado como piadoso varón de armas; y en grado eminentísimo sobresale Jesucristo, a quien literariamente se le llama León de Judá y Cordero de Dios. Fue Cristo quien amonestó a los suyos a ser a un mismo tiempo «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mateo, 10, 16).
El Cid del Cantar es un hombre que busca el equilibrio en la beligerancia y la religiosidad, con mucho de embaucador y leal, de avaro y desprendido, de vengativo y justo, de ducho en las armas y de perito en el discurso y las leyes. Como tal, es un personaje que no pertenece en propiedad a la historia civil, militar o política de Castilla, sino a la tradición literaria pagana, cristiana, universal, de la que hereda los rasgos más sobresalientes de su personalidad a un tiempo violenta y magnánima.
El CMC, como literatura ejemplar en una época de expansionismo de Castilla, tiene mucho de epopeya de testimonio, sobre todo la Gesta, en la que se cantan no ya las glorias de un pasado remoto como origen de la contemporánea grandeza, sino hechos, acciones, conductas de vivo interés y vigencia en la época del autor. Mediante la armonización en el héroe de cualidades por lo común irreconciliables, el mensaje testimonial se extendía hasta tocar y afectar a todos los miembros de la comunidad castellana: al rey, que había de cuidar de los suyos, que había de velar por la justicia; a los vasallos, que habían de someterse incondicionalmente al monarca; al soldado, que no se olvidara de rezar, que no descuidara a su familia, que se compadeciera de los vencidos y débiles; a los clérigos y los padres de familia, que no temieran abrazar las armas; a los cortesanos y nobles, que no abusaran de su influencia y poder, que no ultrajaran a las hijas de los rangos inferiores; a todos, que las obras buenas pagaban y que las malas no quedaban sin el merecido castigo.
AUTOR Y FECHA DE LA COMPOSICIÓN.
El CMC es anónimo; la fecha de su composición sigue siendo objeto de hipótesis distanciadas.
¿Quién fue el autor (autores)? Flaubert dijo en una ocasión: «Madame Bovary c’est moi». A Miguel Angel Asturias le llamaban muchos El señor Presidente. Y es que el autor es su obra; el criador se identifica con su criatura. De ahí que la historia de las letras no necesite, de rigor, índice de autores: «por sus frutos los conoceréis».
Son muchos los esfuerzos que gastan los eruditos por encontrarle autor con nombre propio al CMC. Que se llamara Pero Abbat o Domingo Gundisalvo, que fuera dominico o cisterciense, jurisconsulto, clérigo o juglar; que viviera en Medinaceli, en San Esteban o en Cardeña; cuestiones curiosas, cuya dilucidación poco valor añadiría o sustraería a la obra de arte. La Iliada no se inmortalizó porque su autor fuera ciego; la robustez de las Filípicas nada tiene que ver con el tartajeo de Demóstenes; Don Quijote no es grandiosa novela porque su autor fuese manco. Cualquiera que fuera el nombre o la patria o la profesión o la idiosincrasia del autor del CMC, su característica sobresaliente ya la conocemos bien: el autor del Cantar de Mio Cid.
Claro, los historiadores --los exocríticos que gustan de salir del escrito al escritor-- se han preocupado muchísimo, comprensiblemente, por identificar al autor, pues saben que la autoridad informativa del relato depende en gran manera de la autoridad de las fuentes. Menéndez Pidal, en sus últimos años, defendió la dualidad de poetas como una «idea —dice— que se fue imponiendo lentamente en contra de mis primeras opiniones» (cf. bibli. 252, p. l09). Sus opiniones se basaban en el texto mismo, que al hablar de asuntos relativos a San Esteban o a Medinaceli, parece reclamar autores familiarizados con uno u otro luger. Para los efectos, en su edición crítica, que ha dominado las lecturas de las aulas y otras ediciones populares, Ramón Menéndez Pidal se constituyó en el tercer autor del Poema de Mio Cid, al interpolar más de 40 versos, más de 20 hemistiquios, sin contar los numerosos vocablos individuales que cambió y los versos que traspuso.
Obra anónima no es obra de nadie, ni de todo el que quiera cooperar.
La otra gran incógnita que rodea al CMC, es la de la fecha exacta de su composición, pues las hasta ahora asignadas por los eruditos más responsables se distancian en sus extremos en un siglo, desde 1140 hasta 1245; son numerosos los partidarios de fecha intermedia, comienzos del siglo XIII. Entre los eruditos se puede notar que los más denodados defensores de la historicidad tienden a dar una fecha más temprana; de esa manera, la conjeturada proximidad a los sucesos relatados se empleaba para argüir en pro de la verdad del relato, en confirmación del carácter informativo, fidedigno, del CMC, o sea, «su carácter eminentemente histórico».
Compréndase que un adelanto o retraso de medio siglo en la composición de la obra no mermaría su valor literario ni con ello perderían prestigio las letras castellanas, aunque por lo pronto perdieran en antigüedad; pero tampoco hemos de limitar el valor del CMC a la apreciación del anticuario.
Se desprende del examen del CMC que debió existir cierta distancia entre la composición de la Primera Parte y de la Segunda, que parece una «continuación tardía», y por su unicidad de estilo y de visión del mundo, de diverso autor. Por mi parte, creo que el CMC fue compuesto cuando ya las acciones y costumbres de los personajes podían producir el deleite de lo arcaico. El autor arcaizó de intento y se pudo sentir libre para, sobre una topografía muy familiar y con nombres muy comunes, crear personajes, inventar sucesos, retocar, contrahacer y contradecir la historia. El fenómeno literario del CMC ha de ser juzgado dentro del relato folklórico, del cuento del abuelo que deleita con historietas fingidas del pasado que se atribuye a sí mismo o a personas del lugar, y las sitúa sobre la topografía de todos conocida.
Al pensar sobre la fecha téngase en cuenta que el autor, que respeta muchísimos nombres, dio a las hijas del Cid los ficticios de Elvira y Sol (los históricos fueron Cristina y María), para darlas en bodas ficticias a los Infantes de Carrión; para someterlas más tarde a reprobable escarnio; para casarlas en ficticias segundas nupcias con Ojarra e Iñigo Ximénez, nombres ficticios de los Infantes de Navarra y Aragón. Póngase, pues, la fecha de la composición lo suficientemente alejada de los hechos como para poder producir el deleite de la leyenda, sin que el recuerdo fresco de los nombres y sucesos verdaderos pudiera interferir en el libre funcionamiento de la fantasía y en la recreación de realidades ilusorias, más verdaderas, más íntimas que la historia.
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